Moratalaz

La increíble historia del castañero que no comía castañas

Puesto de Darío en Moratalaz. Por Álvaro Calleja

Darío es un castañero que no come —ni comerá nunca— castañas. El motivo: suben el colesterol. Para entender la historia de esta obsesión por la salud deberíamos remontarnos al año 2003, cuando Darío voló a España para ganar más dinero que en su tierra natal, Rumanía. Pero, ¿quién diantres era Darío en Rumanía? Quizás haya que volver aún más hacia atrás. Darío trabajó en la fábrica de helados más grande del país. La empresa tenía nada menos que 4.000 trabajadores. Él, en concreto, mantenía las máquinas. Darío también aprobó un módulo de chapa y pintura. Todo el dinero que ganaba desde los 14 años se lo retenía su madre. Su madre, por cierto, también trabaja en una fábrica. Pero ella hace calcetines. Su padre, mientras, era boxeador. El caso es que Darío vino a España porque ahí, según él, «pagaban mierda». En la fábrica de helados pasaba ocho horas al día y tan solo recibía 200 euros al mes. Y se vino a España. Aquí, Darío solo consiguió trabajar como portero de feria en los coches de choque de numerosas fiestas nocturnas.

La noche madrileña le marcó de por vida. No lo dice, lo muestra. Una cicatriz de unos 20 centímetros de largo que le atraviesa el tronco. Un brazo abultado. Una muñeca desencajada. Su vida peligró hasta el punto de entrar en coma. Viéndolo ahí, en su actual puesto de castañas, nadie lo diría. Su cresta engominada, su jersey a rayas, su mirada evasiva y amable y su voz suave, casi pacifista, son más propias del que se dedica a disfrutar de los coches de choque en un parque de atracciones, no de quien se ocupa de vigilarlos en grandes recintos feriales.

En 2005, tras dos años de oficio, un colombiano le rajó de arriba a abajo con una catana en Torrejón de Ardoz. Tan solo era un aviso. Cuatro años después, unos paisanos suyos le partieron el brazo derecho con bates de béisbol en San Fernando de Henares. Fue en ese momento cuando vio el rostro de la muerte por primera vez. No sabía que, a partir de entonces, ella y él tendrían una relación mucho más profunda. Darío tenía la certeza de que no saldría de ésa.

El 24 de agosto del año pasado, una puñalada le atravesó el colon y el riñón en Alcalá de Henares. No se percató de la gravedad de lo sucedido. Sus compañeros tuvieron que advertirle minutos después de que su cuerpo estaba sangrando. Un día en coma y ocho días de cuidados intensivos más tarde, Darío volvió a disfrutar del aire de la calle. Hoy por hoy, todavía no ha sido dado de alta. De hecho, mantiene una bolsa de líquido debajo de su riñón. Su vida tenía que cambiar. La solución fue vender castañas.

Un día, mientras vigilaba una fiesta en una carpa nocturna, Darío conoció al propietario de su actual puesto de castañas. A él le pagan poco. La mayor parte del dinero se lo queda él y un amigo suyo con el que comparte el negocio. Cada uno puede llegar a cobrar 900 euros al mes. Suficiente para él y para pagar su piso alquilado. En Rumanía con esa cantidad sería rico. Darío recuerda constantemente lo que le habían dicho antes de llegar aquí: un sueldo mensual en España equivale a un año de ganancias en Rumanía. Por eso, vino junto con sus tres hermanos a disfrutar del «sueño español», ese que después se revelaría como una pesadilla.

Culto al cuerpo

Fue de su padre (antiguo boxeador con un historial de cuatro infartos cerebrales) de quien le vino la afición por la gimnasia y el culturismo. Darío siguió sus pasos y llegó a ser —ser, no «tener»— 140 kilogramos de músculo.

Antes de ese día negro del 24 de agosto, cuando la muerte volvió a flirtear con él en Alcalá de Henares, la muerte le retaría de nuevo en dos ocasiones. Darío vivía al límite. Por entonces, su dieta alimenticia se componía de grasas, ácidos y estupefacientes. «Necesitaba quemar mierdas», explica.

 En enero del año pasado, mientras compraba en una nave de chinos en las afueras de Madrid (entonces trabajaba con uno de sus hermanos en la construcción), Darío comenzó a ver la vida en flashes. Todo iba y venía en destellos de luz incomprensibles. Pero en ese hangar no había nada diferente. Darío estaba sufriendo su primer infarto. El segundo le atacaría tres semanas después, mientras veía una película.

 Consiguió recuperarse. Llegó a correr 15 kilómetros (sin pausas) al día. Pero luego vino aquel 24 de agosto y ese profundo letargo de un día que le marcaría para siempre. «Me levantaba por la mañana y no me lo creía», confiesa.

 Ya nunca volvería a ser el mismo. Ahora lleva un muelle (llamado stem) en el corazón y está obligado a tomar siete pastillas al día, para el corazón y para el riñón. «Llegué a España bien y ahora estoy fatal», se lamenta.

Darío asa sus castañas con la humildad propia del arrepentido, del converso. No oculta su orgullo y satisfacción por el oficio de castañero, aunque prevé dejarlo en unas semanas. «Puede parecer que somos unos muertos de hambre. Pero no». Darío se pregunta por cómo le ve la gente, por el temor de que los otros crean que no es ni ha sido nunca nadie. Un tipo vulgar y cualquiera sin pasado y sin historias. A Darío le preocupan mucho más que nunca las personas que le rodean.

 Sin vuelta atrás

La música de Máxima FM suena sin descanso mientras un anciano morataleño vuelve a por más castañas. Darío esboza una sonrisa de ironía mientras pregunta: «¿Qué quiere, castañas?». Su futuro es imprevisible. Su hermano mayor le ha ofrecido un puesto en su obra, otro le ha propuesto trabajar en la cocina de un Foster Hollywood y un peruano compartir un secreto indígena que evita la calvicie. Tampoco descarta la opción de volver a ser portero, aunque preferiría vigilante de seguridad. En ningún caso volverá a Rumanía para montar la discoteca que siempre ha querido tener. Ese propósito era antes de los infartos y de la fatídica puñalada. «No puedo volver por el corazón. Mi hospital —el Clínico San Carlos— es el mejor».

Después del suceso, Darío mantiene una obsesión por la comida y la salud que le ha llevado a comprar hasta veinte kilogramos de lomo de atún en un solo día, aunque, según dice, «hay cosas más importantes que la comida».

—Estoy escribiendo un libro— me dice cuando comienzo a despedirme

—¿De qué es?

—Mi vida

Desconoce cuándo terminará de escribir. Un amigo suyo le ha dicho que haga mejor una película. Sin billete de vuelta y con el corazón partido por el sueño español, Darío no deja de sonreír. Se arma de paciencia cuando una señora le dice que las castañas están duras (él contesta que ya no, que ahora las trae de Turquía) y cuando una señorita le pide cambio. «Antes era un hijoputa. Ahora, el corazón me ha cambiado».

 Me regala una docena de castañas.

 —Tú verás. Tienen mucho colesterol

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