Cuatro Caminos

Viaje al centro de la Tierra

Escaleras de la Estación de Metro de Cuatro Caminos. Por Niwasa

Como un edificio de 20 plantas. La estación de metro de Cuatro Caminos es la más profunda de toda la red de Metro de Madrid. Siete tramos de escaleras que conducen a un andén 45 metros bajo tierra. Algunos la comparan incluso con el mismo infierno. De hecho, muchos de los fantasmas sin rostro que se cruzan cada día en la estación parece que cumplan condena en el purgatorio. No miran, no hablan, solo caminan.

Entre las 8 y las 9 de la mañana, la gran boca del metro tiene tanta hambre que engulle al menos una persona por segundo. A otras las escupe. Es el momento del día en que el metropolitano está más hambriento. Padres, madres, vecinos, abuelos que descienden por la escalera de piedra gris hasta introducirse en sus fauces y desaparecer. Me dispongo a hacer lo propio.

Una vez dentro, los tres brazos de un torno gris niegan o permiten el paso de una persona cada vez. Un señor uniformado observa a quienes entran y salen del metro repitiendo la misma operación. Meter billete. Girar torno. Sacar billete. No parece especialmente complicado, aunque echo en falta unas instrucciones al estilo de las que Julio Cortázar proporciona en Historias de cronopios y de famas. El torno se alimenta de billetes, pequeños rectángulos de cartón que, una vez introducidos en la ranura correspondiente —meterlo por cualquier otro lugar no sirve— convence al brazo metálico de que debe ceder. El siguiente paso es hacer girar el torno, empujar con la pelvis el brazo metálico. Una vez logrado, otro de sus miembros de acero ocupa la posición del anterior, impidiendo el paso a quien intente llegar al otro lado sin alimentar sus ansias de cartón. En el mostrador en el que el hombre de uniforme apoya su brazo derecho están apilados unos mapas de la red en la que voy a adentrarme, como si del pergamino encontrado por el profesor Lidenbrok en su Viaje al centro de la Tierra se tratara. Sin embargo, aquí no hay caracteres mágicos, sí un conjunto de líneas de colores marcadas por una numeración casi tanto o más difícil de descifrar. En la leyenda de tan misterioso documento encuentro una extraña simbología. Y me concentro en su difícil lectura.

Primer tramo de escaleras. Desciendo al cráter del Yocul de Sneffels. Como escribió Julio Verne, aquí encuentro «tres chimeneas». Cada una de ellas conduce a una línea de metro diferente: gris, roja y azul. Escojo la gris, la circular, la joya de la corona del Metro madrileño. La línea 6 recorre más kilómetros bajo tierra que ninguna otra y es la que transporta al mayor número de viajeros, unos 600.000 al día. Hoy seré uno de ellos.

Desciendo por las escaleras mecánicas. Tramo tras tramo. Cada vez a mayor profundidad. El código de bajada es sencillo. Los que se dejan llevar y permiten que las escaleras hagan el trabajo por ellos se colocan a la derecha; los que llevan prisa o simplemente desean descender peldaño a peldaño, a la izquierda. No sé si se debe al propio acto de bajar las escaleras o al hecho de que el centro de la Tierra se encuentre cada vez más cerca, pero pronto empiezan a sobrarme abrigo, guantes y bufanda.

La bajada parece no tener fin. Decido unirme al grupo de la derecha para observar a mis compañeros de viaje. Una señora humedece las yemas de sus dedos con un poco de saliva y los desliza por la mejilla de un niño de unos siete años. El niño lleva al hombro una funda negra cuya forma delata una guitarra. Parlotea sin parar. Unos peldaños más abajo, un extranjero con aspecto cansado mira unos papeles con absoluta concentración. Me pregunto qué habrá escrito en ellos. A juzgar por la cara del extranjero, no son buenas noticias. O quizás la expresión de su rostro no sea más que la propia de quien camina por el infierno. Tras él, dos chicas con sus carpetas, sus gafas de pasta y sus largas melenas morenas hablan en un idioma desconocido. También tienen cara de pocos amigos. «¿Calculaste la varianza? Los estimadores eran insesgados, estoy segura».

Y la escalera que no cesa. Unos bajan, otros suben. El metro es un trasiego de corrientes humanas en dos sentidos perfectamente ordenados. Llego al andén número 1. La línea 6, al ser circular, no tiene direcciones, sino sentidos. Una vez en el andén, el estricto orden de las escaleras da paso a un caos desordenado, una danza improvisada de viajeros que se entrecruzan sin verse, se ven sin rozarse, en un ejercicio de precisión incomparable. Cada uno es la pieza de un puzzle que se dirige hacia el punto exacto en que encajará, dentro o fuera del vagón.

Andén de la Estación de Cuatro Caminos. Por Vicente Alfonso

El rótulo luminoso indica tres minutos para la entrada del convoy en el andén. Permanezco pegada lo máximo posible a la pared, sin poder dejar de recordar que aquí hubo muertos. Sólo unos pocos metros separan la pared de las vías. Esas vías son probablemente el horno de fuego del que hablaba el apóstol Mateo: «Allí será el lloro y el crujir de dientes». No es de extrañar que tema ser empujada accidental o deliberadamente, o incluso dar un traspiés. El pasado septiembre, en la estación de Guzmán El Bueno —la siguiente a Cuatro Caminos— un hombre cayó a la vía y fue arrollado por un convoy. Y no es la primera vez que algo así ocurre. Espero pacientemente a que el tren, que «va a efectuar su entrada en el andén», por fin se detenga.

Una vez que el tren se ha detenido entra en juego una máxima: «Dejen salir antes de entrar». Es otra de esas leyes que se respetan con fervor en este particular inframundo. Quien se atreve a vulnerarla, recibe, como mínimo, la mirada iracunda de cuantos le rodean. El vagón está tan lleno que no cabe un alfiler. Me sujeto a la barra superior mientras contemplo cómo entra en funcionamiento otra de las leyes de esta jungla bajo tierra: cuando un asiento queda libre se esperan cinco segundos de cortesía antes de abrir la veda y ocuparlo.

El tren se pone en marcha y yo me aferro a mi barra para no perder el equilibrio. Sin embargo, junto a mí, un hombre de gafas está leyendo un libro y parece no notar que el vagón en que viajamos ha alcanzado los 70 kilómetros por hora en pocos segundos. Me pregunto cuánto debe pesar ese libro para que su portador ni siquiera se haya zarandeado. La lectura es práctica habitual en las entrañas del metro. De las 12 personas que entran en mi campo de visión, 7 están leyendo. Algunos leen papel; otros, unos aparatos sobre los que deslizan sus dedos.

Otro fenómeno visible en el metro es el de aquellos que se debaten entre el sueño y la vigilia. El combate se presenta encarnizado. Cuando parece que acabarán sucumbiendo ante Morfeo, el dios del sueño, abren de nuevo los ojos y yerguen la cabeza. Pero la victoria dura poco: unos segundos más tarde vuelven a inclinar el cuello y cerrar los párpados. Dos asientos más a la derecha, una señora de pelo gris echa una pequeña siesta. Temo que se pase de parada. Sin embargo, misteriosamente, a punto de entrar en Nuevos Ministerios, la mujer abre los ojos y se levanta de su asiento. Extraordinario esto del reloj interno. 

Para mi sorpresa, a la altura de Avenida América montan en el vagón unos pasajeros muy especiales. Uno de ellos porta un carrito con un amplificador. El otro, un acordeón. Se colocan en el centro del vagón y tras pulsar «play» el tren se convierte en escenario improvisado. Los dos suramericanos entonan bachatas a dos voces. El más viejo, pero también el más animoso, toca el acordeón. Entre los pasajeros los hay que miran hacia otro lado, haciéndose los despistados. Otros sonríen a los músicos, que logran captar al menos parte de su atención. El hombre de gafas sigue sin despegar los ojos del libro. La normativa del Metro de Madrid no permite a los músicos tocar en los vagones y andenes porque pueden molestar a los viajeros. Pero aquí, en el centro de la Tierra, esa norma no se respeta, y numerosos músicos como éstos ponen la banda sonora al viaje de los más de 120 millones de usuarios anuales de la Circular. Después del «concierto», los artistas pasan la gorra dando las gracias por adelantado. «Que pasen un buen día, señores y señoritas». En ese momento, se multiplican los despistados. El hombre de las gafas sigue leyendo.

Vagón de metro. Por Sergio Omar

De nuevo Cuatro Caminos. Toca bajar del tren. El momento de la salida es una competición sin precedentes. Segundos antes de que el tren se detenga, los viajeros comienzan a colocarse de forma estratégica, agolpándose junto a la puerta. Algunas puertas son más populares que otras: las situadas más cerca de los pasillos de acceso al andén son las más concurridas. Cuando el silbato del metro anuncia la apertura de las puertas, los viajeros pasan a ser atletas de alta competición y «luchan» por ocupar las primeras posiciones en la escalera mecánica. Quizá buscan huir los primeros de las vías, de este horno de fuego, y continúan su tránsito por el inframundo. Yo me quedo rezagada: siempre me faltó espíritu competitivo.

Ante el enorme tramo de escaleras mecánicas, descubro, para mi desdicha, un cartel frente a uno de los tramos que anuncia una avería en el sistema. La única alternativa es subir a pie. Vuelve a mi cabeza la idea del purgatorio y me pregunto qué habré hecho mal hoy para semejante condena. Peldaño a peldaño, y con la respiración cada vez más acelerada, no veo el momento en que la escalera llegue a su fin. Pero de nuevo estoy ante el torno. Y un cartel verde anuncia que existe un exterior, que hay vida fuera de aquí. Me apresuro a cruzarlo y asciendo por la escalera gris.

De repente, el frío, el olor del asfalto mojado, el ruido de los coches. Una vez en el exterior, me siento como si acabara de abandonar la caverna de Platón y la luz del sol no sólo me ciega, sino que además me provoca un estornudo. ¡Achís!

— Vaya, es usted una estornudadora fótica.

— ¿Una qué?

— Una estornudadora fótica. Son las personas que estornudan al mirar al sol, se le llama reflejo de estornudo por luz brillante y solo le ocurre a un 35 por ciento de la población.

Un señor que caminaba a mi lado, probablemente septuagenario, es el autor de tal revelación. Le sonrío y asiento, mientras mis pupilas se acostumbran a esa luz brillante que me ha provocado mi estornudo fótico. Ya estoy fuera del metro, sus fauces me han escupido. Y pensando en ese 35 por ciento del mundo del que formo parte, no puedo evitar sentirme un poco más especial.

8 comentarios en «Viaje al centro de la Tierra»

  • Me has transportado por unos minutos a otro mundo, por momentos imaginaba la obra del fantástico escritor y en otros veia, perfectamente, el día a dia de cientos de personas se sumergen en el subsuelo de Madrid y otras tantas ciudades.
    muy descriptivo, ameno…… ha sido un placer leerlo y eso que la lectura no es mi fuerte.

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  • EXCELENTE VISION DE LA LINEA. QUE CIERTO ES QUE PARECE ACABARSE EL MUNDO EN ESAS ESCALERAS METALICAS CUANDO POR ALGUNA CIRCUNSTANCIA DEJAN DE FUNCIONAR……. Y SI ES A LA HORA DE SALIR ¡¡¡ MADRE MIA !!!.
    A PESAR DE TODO CUANTO ME ACUERDO DE ELLAS.
    GRACIAS MIRIAM POR HACERME VOLVER A UNOS AÑOS ATRAS.

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  • Gracias por este relato me has echo recordar la primera vez que baje al centro de la tierra pero en mí caso fue en la ciudad Condal, sobre todo la dificultad de entender todos los carteles «informativos» mientras el resto de los mortales se mueven de manera sibilina, me sentí torpe.Un relato ameno y muy buena descripción te felicito Miriam.

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    • Me ha parecido espléndido,la descripción es fantástica. Has convertido algo tan cotidiano como el transporte, para los ciudadanos de grandes ciudades, en una aventura con todos los detalles y con un gusto exquisito describiendo los momentos que en él se viven.
      Te has atrevido a hacer un simil de la obra de Vernel, con el «metro» y despues de lo leído entiendo el «atrevimiento»,Ni que decir tiene que «Viaje al centro de la tierra es una gran obra, pero la descripción que tú has hecho, está a la altura.
      Enhorabuena.

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  • Mañana, al igual que cada día, cogeré el metro de la ciudad en la que resido para dirigirme a mi destino diario, pero mañana será distinto… es genial convertir una serie de acontecimientos cotidianos, e incluso aburridos y monótonos, en una historia emocionante dónde la intriga despiertan las ganas de leer y leer en una persona «poco entusiasta» con la lectura.

    Enhorabuena Miriam.

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  • muy entretenida,mirian , lo de estornudadora fotica muy curioso ,lo de un anden de 45 metros bajo tierra es una informacion muy curiosa para los que no hemos ido a madrid hemos vivido una avemtura atra ves de tu metro de madrid .

    Las palabras se quedan cortas.

    ,Tu tia Angeles.

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  • Siempre he disfrutado con la habilidad que tienen algunas personas para enaltecer cualquier momento cotidiano de la vida, y me acaba de ocurrir leyéndote Miriam.
    Solamente me quedar decirte: Gracias

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  • Fascinante manera de describir algo tan simple y cotidiano como un viaje en metro, ha sido una aventura.
    Los que somos muy obervadores, reconocemos en tus palabras,experiencias similares. Has conseguido trasladarme al lugar que describes, esa era la idea no? Sigue asi, pues «nos llenas de orgullo y satisfaccion».

    Gracias por el paseo,yo me bajo aqui…

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