Ventilla

Los rumanos recuperan el olvidado oficio de traperos

Un grupo de rumanos recogiendo la basura del barrio Ventilla
Un grupo de rumanos recogiendo la basura del barrio de la Ventilla. Foto: I. M. Búa

Mari Cruz vive en la calle del Cañaveral, situada a diez metros del supermercado Día. El supermercado donde se encuentran todos los vecinos. En el  número 10. Un portal oscuro camuflado en la esquina del barrio de la Ventilla. Tiene 78 años y es una mujer de su época. Las arrugas de su cara indican que ha sufrido las penurias de la posguerra. Una posguerra que los tiempos modernos ya no recuerdan. Una posguerra que ha conocido el hambre y una exisetncia hecha —diseñada— para trabajar. Una posguerra que hay que remover para  encontrarla. Se conserva intacta en los recuerdos difusos, borrosos, de unos cuantos. Mari Cruz abre la puerta de su casa dispuesta a remover los suyos.

Su vivienda apenas tiene luz. No hay lámparas encendidas. Las persianas están bajadas. Hay pocos muebles. Los que se ven no decoran. Cumplen una función. Casi todos son de madera, cubierta por telas.

Camina por un pasillo alargado. Se percibe el olor a cerrado. Olor a un sinfín de recuerdos del siglo pasado. Las paredes son blancas. Gira a la derecha y entra en la primera habitación. Es el salón. Un salón alargado. Tiene una mesa de madera redonda al lado de la puerta. En el centro de la habitación hay un mueble donde reposa una televisión encendida —la única luz—. Al fondo del rectángulo, una máquina de coser de color verde desgastado, frente al ventanal. Encasillada en una estantería blanca.

—Tienes que hablarme alto que no escucho—, dice Mari Cruz. La conversación se inicia.

—¿Qué es un trapero?

—Un oficio que ya no existe. Cuando yo era niña no había camiones de basura, como los de ahora. Los traperos teníamos que recogerla. Mi padre nos levantaba a las cinco de la mañana para ir a buscar los desechos de las casas. Por aquel entonces Plaza Castilla era muy distinta a cómo la ves ahora. No había aceras. Todo era una gran páramo de tierra.  No había coches, solo carros. Recuerdo que había un hotel muy famoso. Llamado el Hotel del Negro, porque su dueño era, precisamente, negro. El distrito de Tetuán tenía una plaza de toros. Recuerdo ir a las verbenas al lado de la plaza. Nosotros vivíamos en la estación de Chamartín. En la parte de abajo de la vivienda teníamos las caballerizas, donde guardábamos los animales de carga —bueyes viejos— y carros. Teníamos las cochiqueras, donde estaban los cerdos. Los corrales con las gallinas.  Criábamos gallinas, cerdos, ovejas y cabras. Dábamos de comer a los animales con los restos de comida que había en las basuras. Gracias a ellos vendíamos lana y huevos. El cerdo lo matábamos para consumo propio.

—¿En qué barrios recogían la basura?

—Cada trapero —o familia de traperos— tenía delimitado su distrito. Nosotros trabajábamos en el Barrio de Salamanca, Dos de Mayo y Argüelles. A veces bajaba la criada a dejar los restos de los señores. Otras veces teníamos que entrar en las viviendas cargando las seras [sacos] en la espalda. Algunos porteros nos ponían problemas para pasar. Decían que manchábamos las escaleras.

—¿Cómo era el trabajo?

—Muy sacrificado. Se recogía con el carro de cinco de la mañana a dos de la tarde. Al acabar llegábamos a casa y separábamos lo que valía de lo que no valía. Lo orgánico de lo inorgánico. Estoy acostumbrada a reciclar desde que era pequeña —comenta riéndose—. Acabábamos la faena a las siete de la tarde. Cenábamos y nos metíamos en cama para volver a trabajar. No teníamos baños para lavarnos. Nos limpiábamos con palanganas. Aclarábamos la ropa en la fuente. Usábamos un barreño. Traíamos el agua del pozo para beberla en casa. No había vacaciones. El trabajo era de lunes a domingo. Durante las Navidades y el verano. Sin días festivos. Eran otros tiempos. Ninguno de nosotros tenía carrera universitaria, como ahora.  Mi padre construyó nuestra casa. Poniendo, uno a uno, cada ladrillo.

—¿Qué se aprovechaba de los desperdicios?

—Todo. La comida para los animales. El papel se vendía a las fábricas de cartón y de papel. Las ropas y telas se daban a los comercios de las traperías. Nosotros éramos traperos de recoger, pero también había traperos de vender. Hacíamos jabón y criábamos a los animales para consumo propio o para vender lana y huevos. Lo que no se podía utilizar se tiraba en el vertedero, cerca de donde ahora está el Hospital de la Paz. Todo eso era campo, lugar en el que depositábamos la basura. Ya en aquella época había que pagar impuestos por usar el basurero.

—¿Con qué separaban los restos?

—Con las manos. Procuraba buscar guantes de piel que tiraban los ricos. Tenían agujeros, pero me servían igual.

—¿Nunca cogieron enfermedades?

—No. Mi hermano murió de tétanos. Pero eso fue porque dejó de ser trapero y estuvo criando animales. Creo que había alguna rata.

—¿Qué diferencias hay entre los traperos de antes y los basureros de ahora?

—Muchísimas. Ahora te mandan separar la basura. A nosotros nadie nos lo hacía. Teníamos que dividirla en casa. Ahora cada uno tira sus restos en los contenedores. Antes no había. Teníamos que ir a buscar los desperdicios a la puerta de casa de los señores. Nadie nos pagaba por hacerlo. En invierno se trabajaba más que en verano porque había que recoger las cenizas de las chimeneas. Manchaban muchísimo. Se llevaban en otra sera distinta. Cargando dos sacos en la espalda.  Como he dicho antes, ya no quedan traperos como los de antes. Mis padres, hermanos y la mayoría de los vecinos que han ejercido el oficio han muerto. Me han dejado sola.

Desenfocó su mirada. Intentando escudriñar sus recuerdos. Recuerdos que se dibujaban en imágenes de palabras.

—Tengo que ponerme a coser—. Dio por acabada la conversación.

La Ventilla era un barriada de traperos. Su nombre significa venta pequeña, de ahí el mote de Ventilla, para distinguirla del gran barrio de las Ventas, punto principal del comercio madrileño. Hace más de cien años el Ayuntamiento de Tetuán no existía. La Ventilla pertenecía a Colmenar Viejo.

A unos cuantos metros de la calle Cañaveral está el bar TITO-TITA. Alborotado por clientes después de las ocho de la tarde, los vecinos se reúnen  para beber cerveza cuando acaban su trabajo. El ruido de la tragaperras de la esquina se mezcla con el de la televisión que todos ven y nadie escucha.

—La Ventilla era un barrio de emigrantes. Mis abuelos vinieron andando desde el pueblo Padiernos (Ávila). Le llevó unos cuantos días—, comenta Antonio, el dueño del bar.

Tiene una mirada amigable. Como alguien acostumbrado a escuchar innumerables historias detrás de su barra.

—¿Recuerda nombres de traperos de posguerra conocidos?

El señor Fausto, quien siempre se paseaba por el barrio con traje y zapatos. Era el mejor gorrinero [criador de cerdos] de Ventilla.  El Ranilla, Pernale, el Maño, uno de los traperos que tenía más fincas…

Lo que ni Antonio, ni Mari Cruz podían imaginarse es que a cinco minutos de sus casas, un grupo de rumanos retoma el olvidado oficio de traperos —en el Madrid moderno—. Viven a la intemperie. En una explanada perpendicular a la Avenida de Asturias. Andrea, Catalin e Ivan y unos 12 rumanos más. Residen desde hace tres años en un parque. A veces duermen en unos albergues cercanos. Desempeñan el mismo oficio que el abuelo de Antonio y Mari Cruz durante la posguerra: reciclar basura. Pero en pleno 2012. No tienen papeles. Ni quieren ser fotografiados por la cámara. Tampoco tienen calefacción o baños. Se lavan en los servicios públicos de la zona del Hospital de La Paz. Se calientan prendiendo una hoguera con restos de cartón. Apretados a su alrededor.

 —Algunos hombres suelen emborracharse por la noche. Es mejor no hablar con ellos, sentencia Andrea en tono protector. Tiene 28 años. El pelo moreno largo y rizado, recogido en una treza. Lleva ropas oscuras y desgastadas. Es madre de tres hijos. Su mirada inspira confianza. Al principio, el grupo de rumanos pedía dinero. Hablaban con lejanía. No es el caso de Andrea.

—¿Cuánto dinero cobráis por un día trabajo?

Nos dan cuatro euros por 25 kg de chatarra que recogemos de la basura. Ganamos lo mismo pidiendo dinero en el metro. Más o menos unos 20 euros al día. También nos pagan por el papel y el cartón que separamos. Pero nos dan menos dinero.

—¿Cuántas horas trabajáis?

—Unas diez o  doce horas todos los días del año, de siete de la mañana a siete de la tarde, a veces hasta las nueve de la noche.

Una bolsa de plástico blanca con el logotipo rojo de H&M, trozos de chatarra, un carro de supermercado y ropa desperdigada por el suelo, junto a los árboles de su parque, esbozando su particular decorado. Mari Cruz tiene dos casas. Una en La Ventilla y otra en la Sierra. Su familia ha conseguido amasar generosas cantidades de dinero trabajando como traperos en la difuminada época de la posguerra. Pero, seguramente, los rumanos nunca tendrán una propiedad. Sobrevivir es su reto. Viven para trabajar. Ellos son los nuevos traperos de La Ventilla.

Explanada en la Avenida de Asturias donde viven los rumanos
Rincón de la Avenida de Asturias donde viven los traperos rumanos

3 comentarios en «Los rumanos recuperan el olvidado oficio de traperos»

  • Los traperos, salvo acciones como «Emaús» del Abbé Pierre, han sido invisibles para la sociedad.Al igual que el pobre que pide a la puerta del cine, sabemos que están ahí pero cuando menos miramos hacia otra parte.
    Muchos pensarán además que para ser traperos se podían haber quedado en Rumanía, al fin y al cabo, allí también habrá basuras que recuperar.
    Todos aceptamos que en toda postguerra hay hambre,enfermedad, necesidad, miseria.Lo dificil para noosotros hoy en pleno 2012 es aceptar que sin una guerra por medio hemos pasado de los fastos de la economía de Champìons a esta podredumbre que nos acecha a todos en muy poco tiempo.

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  • Pingback: Ce mai fac tiganii cu buletin romanesc prin Spania: ”Zdrentarosii” « Dongabone

  • GITANOS rumanos, no RUMANOS. El termino de ”gitanos” es un poco diferente en Rumania. Lo siento, hablo bien castellano, pero mi gramatica es muy mal.

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