Moncloa-Argüelles

La horma centenaria de Argüelles

Luis Mancho en  el mostrador de la zapatería. Foto: M.J.G.
Luis Mancho en el mostrador de la zapatería. Foto: M.J.G.

El servicio sanitario de Madrid debería instalar un puesto de fisioterapeutas cerca del número 31 de la calle Marqués de Urquijo. Porque cada vez que alguien pasa por delante del Taller de Zapatería Luis Mancho gira bruscamente la cabeza atraído por el encanto de la tradición en un tiempo de grandes superficies. Y claro, la tortícolis está asegurada.

Para entrar en esta zapatería, fundada en 1917, hay que bajar un pequeño escalón. Un peldaño que hace las veces de lugar de paso a un mundo en el que el trabajo conserva el toque de humanidad de la artesanía no impostada. El olor a betún perfuma como incienso las paredes de ladrillo visto. En las estanterías esperan más de un centenar de cordoneras distintas, otro tanto de cremas, y cordones de cuero de una cantidad de colores que agotaría la imaginación de Ágatha Ruiz de la Prada.

«Esto no se sostiene si no es por la familia. Mantener este tipo de negocios es complicado», afirma Luis Mancho, nieto del fundador de la casa. Sus abuelos adquirieron el establecimiento en 1925 y, desde entonces, ha estado ligado al apellido. En casi un siglo de vida ha sobrevivido a un obús de la Guerra Civil, al hundimiento del techo de la entrada hace menos de cinco años y a más de una crisis económica. En todo este tiempo, su padre –la segunda generación–, acabó de forjar el prestigio del taller. «Fraga, cuando le tocó dirigir su primera contienda electoral en Galicia, vino a arreglarse los zapatos, diciendo que le ‘tenían que durar toda la campaña’», comenta Luis. Al final, ganó con mayoría absoluta… Pero no hay distinciones políticas, la sede del PSOE está muy cerca…

Actores, bailaores, políticos, aristócratas y empresarios frecuentan la tienda para arreglar sus zapatos más queridos. También algún presidente de un importante club de fútbol madrileño. Y la afición al Real Madrid de Luis Mancho padre no fue impedimento para una atención servicial. Marcas como Jhon Lobb, Allen Edmonds, Fratelli Rosetti abundan en las estanterías. Llegan con las suelas desgastadas o las tapas rotas y se van con el brillo del primer día.

«La crisis la hemos notado todos. La clase media se ha resentido», continúa Mancho. Pero también se arreglan bolsos, cremalleras y abrigos. Una puntera puede salir por once euros. Los clientes del barrio son los de toda la vida, los que preguntan por la salud de Luis Mancho padre y se lamentan de las noticias que reciben: «Pues se ha ofrecido voluntario en un nuevo tratamiento. Dice que si no le funciona a él, al menos que pueda servir para otros», informa Luis a las clientas.

 ZAPATEROS, HIJOS DE ZAPATEROS

Martín pule la suela de un zapato. Foto: M.J.G.
Martín pule la suela de un zapato. Foto: M.J.G.

El taller tiene un largo pasillo interior con cuartos de trabajo a izquierda y derecha. En el primero a la izquierda, Rubén Galarza repara la cremallera de una bota. Llegó de Quito hace 13 años y lleva nueve en la casa. Aprendió el oficio de su padre, arreglando sus primeros zapatos con nueve años. Recuerda perfectamente el día que entró al taller. Muchas veces había pasado por delante de él y se había quedado embobado ante el escaparate. Cuando entró a pedir trabajo, le hicieron una prueba y el veredicto fue tajante: «Este pájaro se queda aquí». «En mi país, dicen que prefieren ser ladrón que zapatero. En España, me alegró mucho de que no sea así», comenta con su dulce acento sudamericano.

La plantilla continúa con Martín, también hijo de zapatero. Con las manos manchadas de betún, tinta y pegamento, acaba de pulir la suela de una bota para darle crema: «Llevo cuatro años aquí. Antes estuve en una ortopedia». Y en medio de la conversación se le escapa una sentencia que resume el espíritu del taller:  «Hay que conseguir que el cliente diga que le ha quedado nuevo».

Mientras en el interior de la tienda los dos oficiales ponen tapas y reparan suelas, Mancho pasa el último cepillado a unos zapatos. Los pedidos no se entregan sin más. Se explica qué ha pasado, qué se ha hecho para arreglarlo y los consejos pertinentes para el futuro. Y cuando alguna clienta tiene problemas con unos zapatos, aunque sean los de su marido, se le atiende:

—Mi marido tiene un pie delicado, ¿sabe?

—Joé, es que este zapato tiene un tope muy duro.

—¡Estos no los ha estrenado aún!

—El problema es la horma, ¡que es una horma de piedra!

—¡Me costaron un dineral y no los ha estrenado!

—Venga con su marido a las siete y media y lo apañamos.

Al volver a subir el escalón, hay una pareja con el cuello torcido. Ya ha dejado de mirar el escaparate. Observan sus pies con una esperanza secreta: que se rompan sus zapatos para poder bajar ese escalón del que sale olor a betún.

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