Malasaña

Manuela, del café a la mayéutica

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Grabado al aguafuerte de J.L. Ric, con Chicho Ferlosio y Carmen Martín Gaite en la fachada . Foto: Café Manuela

Marisol y Gabe. Inglesa de padre español y húngaro de castellano fluido. Conversan en inglés y juegan al Scattergories en su primera cita. Sonríen tras dar un sorbo a la copa que toman; parece un batido o quizá un zumo afrutado. A un par de metros, Rudi, de larga barba canosa, con gabardina gris y boina con visera, se sienta a leer el periódico a solas con su caña recién servida. Su intimidad se fusiona con la complicidad de la joven pareja para componer juntos la melodía de jazz que se escucha en el Café Manuela: el epítome ideal del barrio de Malasaña más intelectual y alejado del glamour de la Movida.

Tras la muerte del dictador, a finales de los setenta, broncistas, escayolistas, cristaleros y otros artesanos de la zona convirtieron —bajo la supervisión del fundador, Juan Mantrana y su socio, José Mª Tessio— una vieja carpintería en un café decimonónico que cumple 35 años el próximo 14 de marzo. Por el Manuela han pasado literatos como Carmen Martín Gaite, los hermanos Sánchez Ferlosio, Agustín García Calvo o Francisco Umbral, entre otros; pintores como Octavio Colis y políticos como Joaquín Leguina.

«¿Cómo agradecer al Manuela que naciera, aquellos años, bajo la regencia de Mantrana, cuando, entre otras locuras, andaban allí de tertulia Heráclito y Kant y Freud y muchos menos ilustres, pero vivos todavía, y que siga viviendo y fiel a su querencia, tantos años después al amable mando de Jesús [Guerrero, el actual dueño] y con la venida de tantos nuevos chicos y chicas de los menos conformes con el Régimen? Nunca sería bastante, y ¿quién debería agradecérselo? Pues uno cualquiera, por ejemplo yo». (Agustín García Calvo, 2004)

Un chupito de Johnnie Walker

En la barra del Manuela, Juan Cervantes, del barrio, lleva dejándose ver allí más de 15 años. De espaldas a la puerta observa sentado quién ocupa las mesas vacías del café mientras se apoya sobre un combinado por seis euros elaborado de Coca-Cola y ron del «exclusivo Flor de Caña». Se lo ha servido Miguel Ángel Según, barman gaditano del local desde hace más de una década. «Aquí he visto a Pablo Milanés», cuenta Cervantes que, siendo músico de guitarra española, nunca ha tocado ahí. «¿La razón? Pregúntasela al dueño», dice con tono jocoso buscando la reacción de Guerrero, cuando este le canta a Miguel Ángel los encargos de las mesas. «El Manuela ha cambiado, ahora hay menos ruido, se puede hablar con mayor tranquilidad», añade.

Se le acerca Macario. No le gusta ningún bar, pero el Manuela «es el menos malo» para concluir el día después de echar el cierre a su pequeña tienda de antigüedades de la misma calle: San Vicente Ferrer. «Aquí te tratan como a un amigo, a diferencia de otros locales, porque son barmans, no camareros que solo llevan cafés y no saben tratar al cliente». Entretanto, Miguel Ángel coloca las tazas en la cafetera moderna situada junto a la tradicional y la caja registradora, ambas doradas y confeccionadas a finales del siglo XIX. Los tres conversadores superan la cincuentena con un estilo que no desentona en este rincón bohemio de fachada roja. Y decorado en el interior por retratos de artistas amigos que tiñen las paredes soportadas por columnas que han condicionado la estética decimonónica del lugar.

Caja registradora del año 1895. Foto: J.C.

En el trato con el que está de paso también incide Nano, que acepta ser definido como intelectual y que participó con unas líneas en el libro homenaje del 25º aniversario. «Si aparece mi apellido en el reportaje perseguiré con cuchillo en mano al autor», amenaza con un cierto aire de bromista que le define en todo momento. Dice que el Manuela se ha hecho un nombre por suponer el lugar de lo mejor de la intelectualidad de los últimos 35 años. Vive por Malasaña. Su ruta de caminante nocturno le obliga muy a menudo a hacer un alto en el camino en el café para tomarse su chupito de Johnnie Walker. Acude desde que se fundó.

Delgado, con barba canosa de varios días y abrigado con tonos oscuros, Nano habla pausadamente mientras escoge las palabras idóneas; y si no le gusta algo que ha mencionado, avisa y pide que no aparezca publicado. «Oye, no estoy borracho todavía, ¿eh?», advierte tras probar el whisky que le ha servido Miguel Ángel. Nano participó en el ecléctico seminario impartido por Agustín García Calvo donde tenían cabida la filosofía y el psicoanálisis.

Según afirma Guerrero, el actual dueño, el Manuela fue el prólogo de la gran tertulia de hasta 300 participantes que dirigiría más tarde el poeta en el Ateneo. «Se tuvo que ir por exceso de popularidad, le resultaba imposible seguir con la tertulia porque iba demasiada gente solo a saludar», comenta el periodista Moncho Alpuente, otro de los grandes nombres del café. «Ese es un lugar de encuentros, de debate donde coincidía gente de mundos diferentes, pero con un punto en común, sea la literatura, la música o la política», continúa. El cronista afirma que el local no ha perdido su esencia, «sí el auge cultural del piano, los recitales y las tertulias». «De todas formas, siempre que voy me encuentro a mis viejos amigos del Manuela para charlar y tomarme un mezcalito –Margarita sin tequila y con mezcal–».

Por 25 centímetros

Se quedó sin piano. Lo explica la ordenanza del concejal Ángel Matanzo por la que las vías más estrechas de siete metros no podían ofrecer música en directo al público y la calle San Vicente Ferrer tiene 6,75 metros de ancho. Esta medida entró en vigor a primeros de los noventa. Propició la cuesta abajo del local que no se recuperó hasta el volantazo tomado por Jesús Guerrero cuando se hizo cargo del café en 1999 después de haber sido barman y encargado durante siete años. Introdujo la cocina y su gastronomía y, sobre todo, un Trivial de casa que fue el Caballo de Troya de múltiples juegos de intelecto. «La gente me pedía Monopoly para lo que me negué porque siempre he querido juegos de habilidad mental. Aquí pega más el ajedrez que un televisor con un partido de fútbol».

En plena partida de Trivial están tres jóvenes acompañados por un perro de gran tamaño en la primera mesa frente a la entrada. La aplicación SrPerro incluye al Manuela entre los diez cafés madrileños tradicionales donde acudir con un can. Esta es la nueva generación universitaria, y en la veintena, propiciada por las decisiones de Guerrero. «En un principio, me opuse a los juegos de mesa, lo que le hizo perder clientes fieles hasta ese momento, pero ese fue un paso inevitable si quería llenar de nuevo el local», opina Nano. Según Guerrero, con la crisis, la consumición ha bajado un 40%, no así la asistencia que apenas se ha notado.

«El Manuela representa aquella Movida menos glamourosa, pero más intelectual y más desconocida», dice Mantrana, su primer dueño y responsable máximo de su estética. El café, tras la dictadura, fue también el punto de encuentro de conspiradores, de antiguos activistas políticos contra el régimen, como su socio Tessio que incluso fue a parar a la cárcel. Se inspiraron en los tradicionales cafés alfonsinos, abiertos a todos los viandantes. «El Manuela nunca prohibió la entrada a nadie por su estatus ni por su vestimenta, sí en el caso de que molestara a los demás». «Si alguien le cogía la copa a otra persona y se la bebía como hacía el magnífico poeta Leopoldo Panero, había que echarlo», relata Mantrana.

La política marcó de tal manera al café que el destino lo llevó incluso a ser vecino de la sede de Fuerza Nueva del difunto Blas Piñar. «Un 18 de julio tuvimos un duro enfrentamiento con miembros de su partido, que, exultantes tras la marcha, pretendían dejar huella en el Manuela, contrario políticamente». Frente a ello, en palabras del fundador, fueron los propios vecinos quienes impidieron que llegara a mayores.

Las ideas siguen fluyendo a ritmo de jazz. Rudi, entre página y página del diario, recuerda su primera visita al café: «Gracias a una amiga descubrí las tertulias de García Calvo. Me hice seguidor de toda su política, de todas sus ideas rompedoras cuando yo venía de una familia facha». Como el café, «tenía la habilidad de ayudar a parir las ideas a la gente». Tras parafrasear a Sócrates y su mayéutica, termina la caña, se coloca otra vez la boina y la gabardina gris, y se despide un día más del café Manuela.

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