Chamartín

Gloria Fuertes, el parque de los neonazis y el cine que no sabía morir

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Plaza de la República Dominicana. Foto: C.C.

Decían en el retablo de nostalgia que es la película Cinema Paradiso que cuando alguien se marcha de un lugar y vuelve al poco tiempo le parece que todo ha cambiado, ya nada está en el sitio donde lo dejó. Sin embargo, añadía el ciego Alfredo, proyector del cine Paradiso, que cuando alguien vuelve tras mucho tiempo le parece que nada ha cambiado. Aunque los detalles quedaron olvidados, lo fundamental pervive en la memoria.

Me he criado en Chamartín desde los cuatro años. Y nunca he pasado tanto tiempo fuera de allí como para sentirme alguna vez un forastero en mi barrio. Después de tantos años, para mí Chamartín no es solo los edificios, las personas y los árboles que están, sino también los que no están. Los que cerraron, los que cambiaron, los que mudaron de barrio… Son cicatrices invisibles, pero ahí siguen.

En Chamartín, compartir el espíritu de barrio o un orgullo local es una tarea muy complicada. De hecho, pocas veces me he encontrado a gente que sintiera el distrito como suyo y menos que presumiera de ello. Es, quizá, un lugar demasiado grande para que alguien pueda considerarlo de su propiedad. Demasiados barrios distintos e inconexos, sin que ninguno sea capaz de imponer un rasgo destacado. ¿Chamartín es el Real Madrid? ¿Es una estación de tren? ¿Es el Parque de Berlín? ¿Es Prosperidad? ¿Es el Canal de Isabel II? Sí en parte, pero ninguno puede englobar a elementos tan distantes. Acaso por ello, cuando alguien me pregunta de qué barrio soy, me cuesta mucho rato explicar que Chamartín es algo más que una estación o cuatro torres en el paisaje.

«Como las edades del hombre, el primer bar está infestado de jóvenes enamorados de sus jarras de cerveza baratas»

En tanto, cada zona del distrito hace la guerra por su cuenta. La de mi familia y amigos corría en paralelo al cruce de Alberto Alcocer con Príncipe de Vergara. La gran avenida, que une Chamartín con Salamanca, vertebra mi infancia y la vida de unos vecinos que caminan por sus baldosas rojas y blancas como si fuera un paseo marítimo donde lo único que falta es el mar. Unas baldosas que resultan resbaladizas cuando llueve e impracticables cuando la nieve las reviste de hielo. Aquellos días blancos, muy escasos en Madrid, siembran el caos en las aceras donde las ancianas se amontonan con parsimonia para esquivar las caídas que, sin embargo, no tardan en llegar.

Y como buen paseo marítimo, Príncipe de Vergara está repleto de chiringuitos en su costado. A la altura de la calle Uruguay, donde hace pocos años había una juguetería, una clínica dental donde trabajaba la madre de un amigo y un bar de barrio –con los chorretones de grasa reglamentarios en sus paredes– desembarcaron el año pasado tres cadenas de bares y una maraña de beodos. La estampa resulta reveladora. Como las edades del hombre, el primer bar está infestado de jóvenes enamorados de sus jarras de cerveza baratas, el segundo lo puebla la gente de media edad que busca la pausa de un buen pincho, y el último, que justo hace esquina con Uruguay, queda reservado para los ancianos que beben tranquilos su café. Desde sus atalayas, cada grupo mira con recelo a los otros. Cada edad tiene sus lugares y sus momentos.

Precisamente en el mismo local donde los jóvenes, casi niños en muchos casos, se afanan por hincharse a cerveza, hace una década acudían muchos de esos infantes de la mano de sus padres a comprar juguetes. La juguetería «Pumba» cerró y se llevó consigo un escaparate repleto de superhéroes de goma, muñecas rubias de plástico y coches teledirigidos que podían, y de hecho debían, revolcarse por los parques hasta que la batería lo permitiera. En una ocasión, mi madre me retó a conseguir uno de los supermanes de plástico compacto: «Cada semana que te portes bien y no digas tacos estarás 100 pesetas más cerca de llevarte el muñeco». El Superman costaba 600 pesetas, y me llevó tres meses conseguir el objetivo, lo cual habla muy bien de la paciencia de mi madre y muy mal de aquel puñetero niño.

La otra juguetería que recuerdo en el barrio, también cerrada hace años, estaba en la plaza República Dominicana. Allí el 14 de julio de 1986, siete años antes de que yo llegará a Chamartín, ETA hizo estallar una furgoneta-bomba cuando pasaba un autobús de la Guardia Civil con dirección a la Escuela de Tráfico de la calle Príncipe de Vergara –el lugar desde donde partió Antonio Tejero dispuesto a secuestrar la imberbe Democracia el 23 de febrero de 1981–. En el atentado, la banda terrorista mató a cinco guardias civiles. Y aunque los estragos de la explosión siguieron visibles durante años, para mí aquel lugar no tenía nada de triste. Allí estaba mi juguetería preferida, donde mi padre fue a elegir el «Accion Man Ninja», cuya muñeca  retorcí una y otra vez en una espiral inverosímil, y el muñeco de Buzz Lightyear que se quedó ronco de repetir: «I´m Buzz Lightyear. I come peace».

Donde estaba la tienda, hoy habita un bar de cócteles que mantiene la fisionomía de la antigua juguetería y su amplio escaparate. La única diferencia es que al otro lado del cristal ya no hay muñecos parlantes, al menos no hasta que el alcohol transforma a los hombres secos en parlanchines húmedos.

Una concentración inusual de quioscos en menos de 100 metros

Las jugueterías, los quioscos de prensa, los videoclubs, las librerías y los cines han ido desapareciendo progresivamente del barrio y de Madrid. Echo de menos a muchos. Y Príncipe de Vergara también. La ancha avenida donde el color rojo arcilla de las baldosas está presente en las paredes –incluso las que guardaban metralla del atentado– daba cobijo a la mayor concentración de quioscos de prensa que nunca vi en mi vida y que, me temo, nunca volveré a ver. En una misma acera de menos de 100 metros se concentraban cuatro quioscos distintos. «Éramos muchos pero el negocio daba para vivir a las cuatro familias. En este barrio había muchísimos compradores de periódicos», explica la veterana dependienta de uno de los dos únicos puestos que sobreviven y que ya solo abren por la mañana.

La cadena VIPS debió creer lo mismo que la veterana vendedora cuando en 2004 plantó un establecimiento frente a los dos quioscos que estaban más próximos entre sí. Más leña al fuego. Y uno de los establecimientos de prensa fue el primero en caer abatido cuando las obras de ampliación de la estación de Colombia le obligaron a trasladar el puesto cincuenta metros más adelante. Curiosamente en su nuevo emplazamiento no duró más de un año; los lectores de periódicos suelen ser gente de rutinas pétreas.

Mientras los quioscos trataban de digerir la marcha de su viejo compañero y la llegada del hostil, en el subsuelo aterrizó en 2006 una réplica  fluorescente de un avión mediano: la estación de tren de Colombia se unía con la línea ocho, y le daba conexión directa al Aeropuerto Bajaras.

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Salida del metro de Colombia. Foto: C.C.

No es que a nuestro barrio hubiera llegado el ferrocarril como si fuera el Viejo Oeste, pero las obras del metro se llevaron consigo muchos comercios hastiados del polvo y el ruido. El barrio cambió y, en ese tiempo, el avanzado estado de descomposición del mundo analógico se hizo evidente. La gente tiende a no hacer distinción entre nativos y seminativos digitales. Hasta los doce años no tuve ordenador en casa, y hasta los 14 no llegó internet. Mi generación, por lo tanto, tuvo una infancia analógica donde los amigos quedábamos para alquilar películas o para ir al cine del barrio a ver cualquier chorrada en busca de la mínima excusa para romper en carcajadas. En la actualidad, aquello es del todo imposible, mi videoclub de toda la vida es una floristería, y el otro que conocía por entonces es un centro de belleza. Muy guapos todos y con la casa muy florida, pero sin idea de por qué Luke no pudo unirse antes a la Rebelión galáctica, o por qué el personaje de Ray Liotta en «Uno de los Nuestros» tenía la extraña obsesión de que un helicóptero le pisaba los talones.

El cine que no sabía morir, y murió

La misma maldición de los videoclubs la comparten los cines. Chamartín ya no tiene cines. Pues los dos que yo frecuentaba, el Juan de Austria y el Morasol, han perecido. Ambos pertenecían a Exhibidores Unidos del empresario valenciano Bautista Soler, que llegó a tener 40 salas en Madrid capital. Sin embargo, Juan Bautista Soler hijo, embelesado por el fútbol, nunca ha mostrado mucho interés por su imperio cinéfilo. Aunque algo debe quedar en el de peliculero si ahora anda ordenando secuestros. Así y todo, en 2006 aprovechando una reforma del Ayuntamiento por la que los cines podían cambiar su uso urbanístico, con las salvedades de que los edificios tendrían que asegurar la conservación de sus elementos arquitectónicos, se procedió al cierre de muchas salas como la don Juan de Austria. Sobre sus despojos se arrojaron una cadena de supermercados –hoy cerrada–, y la compañía nacional de Teatro Clásico que emplea la segunda planta para sus ensayos. En realidad, lo único que recuerda que allí hubo un cine en otro tiempo es el hueco vacío que antes ocupaban el póster de los estrenos y donde cuelga un cable que no va a ningún sitio.

Algo más de tiempo aguantó el Morasol, el último cine de Chamartín y el ave fénix de las salas madrileñas. Hoy, el Morasol no es nada. Es un cine abandonado desde mayo del año pasado, un lugar donde parece que se hubiera parado el tiempo y donde los carteles de la sala uno, la dos, la tres, la cuatro, la cinco y la seis invitan a la misma película: un letrero en blanco. Antes de no ser nada, el Morasol fue muchas cosas y resucitó al menos tres veces. Fue un cine de éxito en su primera inauguración en 1964, fue una famosa sala de conciertos durante la Movida, y fue de nuevo cine en 1997, esta vez como multisalas. Para un niño de doce años, el mundo comenzaba en el Juan de Austria y terminaba en el Morasol, que quedaba en la parte este del Parque de Berlín. Era la frontera oriental en mi mundo, donde Prosperidad, también en Chamartín, sonaba a pueblecito de la China. Todo ello causa ahora vértigo: ver las fronteras de la infancia derrumbadas.

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Jardín de Gloria Fuentes. Foto: C.C

Y si la infancia es la auténtica patria del hombre, que citaba el poeta, para los urbanitas los jardines y los parques son el suelo patrio. Mi parque favorito siempre fue el que cierra la Plaza del Perú por el norte, donde Príncipe de Vergara se encuentra con Pio XII. Era mi predilecto por cercanía con mi casa y porque mi madre se reunía con varias amigas del barrio allí. Por lo demás no era gran cosa, una jaula que se cerraba por la noche y que, salvo por la zona de columpios, estaba tomada por los perros y sus dueños. En ese orden. De hecho, con los años, los niños abandonaron el parque a la suerte de las bestias, los columpios fueron retirados por oxidados e inservibles, y los dueños ya no cruzan la puerta: sueltan los perros y los esperan a la salida.

En 2001, pocos años después de que la poetisa Gloria Fuertes muriera, el parque fue bautizado con su nombre. El parque de los perros se convirtió en el Jardín Gloria Fuertes. Y al otro lado de este, tras el Polideportivo Chamartín, otro jardín sin nombre y con fama de indómito fue también bautizado igual. Entre los amigos del barrio comentábamos que en aquel lugar se reunían grupos neonazis y se habían sucedido incidentes violentos. Lo llamaban los vecinos el parque de los nazis. No obstante, Gloria Fuertes le cambió el nombre a ambos. Nadie recuerda a la poetisa madrileña paseándose por estos parques –o en todo caso disputándose con los perros y los nazis cada metro– pero vivía en Alberto Alcocer. Era una vecina más. Entre una rotonda llena de palmeras, una placa ubicada en el parque de los perros la recuerda:

«Se borrara tu voz, vendrá tu sueño

Se borraran las huellas de tus manos

pero nunca la tinta de tus versos”

Sabría la poetisa que, en Chamartín, los recuerdos nunca terminan de borrarse.

Un comentario en «Gloria Fuertes, el parque de los neonazis y el cine que no sabía morir»

  • Ese tal parque de Gloria Fuertes, ha sido toooda la vida el parque de Chulín (nombre del bar que había en la casita blanca que hay en el parque) o el parque de Jumbo (supermercado que duró 20 años antes de que pusieran Alcampo o como se llame ahora…) En 1993-94 estaba todo el barrio ahí metido haciendo botellón antes de ir a Morasol con la pintada de Muelle en el muro del fondo.
    Morasol ha sido «la discoteca», la primera discoteca a la que fuimos todos los de chamartin que ahora tenemos treinta y muchos. Luego en el 97 volvió el cine y fue cuando nos enteramos que antes también lo había sido…
    La juguetería de la plaza de la república dominicana se llamaba Roxy, exactamente igual que el bar-terraza que hay ahora en su mismo lugar. Ya que su dueño es el mismo, solo que de pequeños los pitufos que llenaban el escaparate nos los vendían los padres y ahora el que nos sirve las copas, es el hijo. Todo queda en familia, y en el barrio…

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