Especial Crímenes

La conjura del callejón

 

Óleo de Lorenzo Vallés recrea la emboscada que los sicarios de Antonio Pérez tendieron a Juan de Escobedo en 1578. Siglo XIX. Museo Municipal, Málaga
Óleo de Lorenzo Vallés recrea la emboscada que los sicarios de Antonio Pérez tendieron a Juan de Escobedo en 1578. Siglo XIX. Museo Municipal, Málaga

Eran las nueve de la noche del lunes de Pascua de 1578. Un hombre volvía a casa a caballo por las calles de Madrid precedido por sus criados, que le iluminaban el camino con antorchas. Resonaban los cascos en el suelo mojado del callejón de la Almudena, cuando cinco sicarios armados le salieron al paso. Uno de ellos, diestro espadachín, atravesó al caballero de parte a parte de una sola y mortal estocada.

Los criados pidieron auxilio a los vecinos y se lanzaron en persecución de los asesinos. En la huida, dos de éstos perdieron sus capas y otro un pistolete.

Atrás quedaba el difunto tendido en el suelo, que lucía una cadena de oro que le rodeaba el cuello y anillos engarzados con diamantes, que también adornaban sus puños. No se trataba de un cualquiera; era don Juan de Escobedo, secretario y hombre de la máxima confianza de don Juan de Austria, hermano bastardo de Felipe II y por aquel entonces gobernador de Flandes.

Los rumores se extendieron rápidamente. Los embajadores extranjeros informaron en su correspondencia de que algunos decían que el atentado era «por cosas de damas»; la mayoría, sin embargo, creía que había razones más poderosas. Esteban de Ibarra, el secretario de un gran noble, escribió una carta en la que apuntaba como culpable al hombre sobre el que recaerían todas las sospechas: Antonio Pérez, secretario de Felipe II para los asuntos de Italia.

El ambicioso secretario del rey

Antonio Pérez era un hombre elegante, amante de la vida lujosa y enormemente ambicioso. Su ascenso en el gobierno de Felipe II le vino facilitado por su padre, Gonzalo Pérez, antiguo secretario de Carlos V. Su agudeza e instinto político le condujeron a importantes responsabilidades. Además aprovechó su posición para traficar al más alto nivel con influencias y cargos, obteniendo de ello grandes beneficios económicos.

Retrato de Antonio Pérez por Sánchez Coello. Siglo XVI. Toledo
Retrato de Antonio Pérez por Sánchez Coello. Siglo XVI. Toledo

El conflicto entre Escobedo y Pérez tenía un poso de razones políticas. Pérez había recomendado en su día a Escobedo para que trabajase con don Juan de Austria. Pretendía contar con un espía para mantener vigilado a don Juan. Pero no salió como él esperaba, ya que Escobedo y el hermanastro del rey se hicieron amigos íntimos. Juan de Escobedo pasó a defender los planes más atrevidos de don Juan en Flandes, en particular el de llegar a un acuerdo de paz con los rebeldes y a continuación emplear los tercios españoles en una invasión de Inglaterra; un proyecto que Felipe II consideraba arriesgado y al que se oponía igualmente Antonio Pérez.

Este último tenía un motivo particular para temer a don Juan y a Escobedo: ambos sabían que el secretario mantenía negociaciones secretas en torno a la guerra de Flandes, a espaldas del rey. Así que Pérez decidió cubrirse las espaldas y convenció al monarca de que su hermano don Juan tenía intenciones subversivas. El rey, que era desconfiado por naturaleza, tal vez sintió miedo ante el escenario que su secretario le retrataba.

Cuando Escobedo llegó a la corte en el otoño de 1577, Pérez lo pintó ante el rey como instigador de las peligrosas maniobras políticas de don Juan. Felipe II estaba dispuesto a detenerlo, pero Pérez le convenció de que eso no era suficiente. Le aseguraba que «si éste [Escobedo] volvía [a Flandes], revolvería el mundo; si se prendía, se alteraría don Juan, y que lo mejor era tomar otro expediente, darle un bocado o cosa tal». Con un «bocado» se refería a envenenarlo y finalmente el monarca dio su consentimiento al asesinato. De ese modo, tras tres intentos fallidos de envenenamiento, en la noche del 31 de marzo de 1578 don Juan de Escobedo fue asesinado en Madrid por sicarios.

La detención y el proceso criminal

Meses más tarde falleció en Flandes don Juan de Austria, según fuentes oficiosas, víctima del tifus. Así, Antonio Pérez parecía haber ganado la partida. Durante un tiempo gozó de la protección de Felipe II, que rechazó todas las acusaciones en su contra. Pero sus enemigos encendieron la sombra de la duda en el monarca.

Se inició una investigación en la que se descubrió la culpabilidad del secretario. Felipe II llegó finalmente a la conclusión de que Pérez lo había engañado, que le había hecho creer falsamente en la traición de don Juan para autorizar el asesinato de Escobedo. De este modo, la noche del 28 de julio de 1579, Antonio Pérez era detenido y encarcelado. El monarca creía que así terminaba con el escándalo que agitaba la corte desde hacía más de un año; pero Antonio Pérez se encargaría de mantenerlo vivo durante largos años.

La causa por la que Pérez era enjuiciado en un principio se limitaba a asuntos de corrupción. El proceso criminal contra él se prolongó en el tiempo y Pérez fue condenado a dos años de cárcel y diez de destierro. Simultáneamente, se inició el proceso por el asesinato de Escobedo que acabó con la acusación formal tras su confesión bajo tortura.

Corría el mes de junio de 1589 y Pérez se vio perdido, por lo que empezó a pensar en la huida. El 19 de abril de 1590 se escapó a Aragón acogiéndose al derecho foral, valiéndose de su condición de hijo de aragonés. El rey no podía enjuiciar en Aragón a un reo que hubiera cometido su crimen en Castilla por lo que empleó el único tribunal que tenía competencias en todo el territorio peninsular: la Santa Inquisición. Pérez fue acusado de herejía y se intentó trasladarle a la cárcel inquisitorial, lo que provocó una revuelta en Zaragoza.

Finalmente un año más tarde, Antonio Pérez llegó a Francia disfrazado de pastor y vivió en París en la más absoluta pobreza. En 1611 falleció en el exilio, sin haber obtenido el perdón de la Corona española.

Detrás del asesinato de Escobedo quedaron ocultos los hilos de una gran conspiración palaciega producto de ambiciones personales y de la lucha por el poder. Así, cinco siglos más tarde, permanece marcado el callejón de la Almudena con el rojo indeleble de la sangre.

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