Ficciones

Un viejo lobo de mar

Se llamaba Diego Albear y era un señor mayor cuya edad yo no acertaba a adivinar. Lo había visto desde niño en el pantalán del puerto al llegar con la vieja barca después de una noche marinera. Lo recuerdo pintando la Searila mientras en el horizonte se levantaba el sol y rugía la pleamar.

Me sentaba y lo observaba con la curiosidad de un niño. Había escuchado mil historias del viejo Albear: se decía que con doce años había embarcado de polizón en un mercante inglés y había ido a parar a los arrabales putrefactos de algún puerto británico. A los dieciséis navegaba los mares en un carguero o faenaba en el Gran Sol, según los vaivenes de la fortuna. En aquellos tiempos tiró el ancla en cuatro continentes y se subió al trinquete en tres océanos. Era conocido en todos los ambientes prostibularios de las ciudades portuarias de medio mundo.

Acomodado en el pantalán me miraba de reojo y se reía socarrón por mi curiosidad mal disimulada. En los años de vagabundeo y malevaje se encontró con tipos que eran carne de patíbulo. Con uno de ellos peleó a navaja y terminó por apiolarlo. Para huir de la justicia abandonó los territorios porteños del sur y se convirtió en soldado dinerario de un Rey valón y colonialista en un congo neblinoso. Allí le dio plomo a ácratas salvajes y quebrantó a mujeres de ébano y tersura.

Recorrió medio mundo y a los 50 decidió que los años de saudades era mejor pasarlos en puerto de abrigo. Albear era un tipo memorioso con dotes de narrador que contaba consejas y cuentos de aventuras con olor a sangre y mujer. Los marinos jóvenes le rodeaban con devoción en las noches de alcohol para escuchar sus andanzas.

Cuando el viejo murió lo acostaron sobre la barca Searila en una cala solitaria, le dieron fuego y cortaron amarras.

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