Opinión

Buscar piso en Madrid, toda una oposición

Comencé a ojear el precio de los alquileres en la capital incluso antes de conocer si formaría parte del Máster ABC. Por puro fantaseo. Cuando el 24 de septiembre recibí el , me puse en marcha dispuesta a encontrar mi rincón en Madrid. Idealista, Fotocasa o Pisos.com se colaron, casi sin darme cuenta, en la pestaña de favoritos de mi navegador. Esta búsqueda, por internet, a distancia, fue inútil. Llamaba a números de teléfono que me citaban para el mismo día. Como seguía trabajando en Elche –mi ciudad natal–, me resultaba imposible desplazarme en esos márgenes. «No te puedo dar cita la semana que viene porque estará ya alquilado», me dijo un particular. «¡Qué pretencioso!», pensé. El piso que no estaba mal, pero tampoco era una maravilla como para que mostrara tanta seguridad. O eso creía. Porque el señor llevaba razón. En Madrid hay mucha oferta en cuanto a: pisos pequeños (en realidad, enanos), estudios diáfanos, en sótanos o semi-sótanos, de 18 metros cuadrados, o bajos interiores. Pero la demanda es mucho mayor.

Otras veces mis llamadas no obtenían respuesta. Lo intentaba una, dos, tres veces. Cuando saltaba el contestador automático repetía mi mensaje una y otra vez . «Hola, soy Adelaida, le llamaba porque estoy interesada en visitar el piso que…». No sé si alguien escuchaba mis mensajes. Nunca me respondieron. De inmobiliarias sí, pero al principio me negaba a acudir a ellas. Tenía mis premisas: casa para mí sola, presupuesto máximo de 500 euros y nada de inmobiliarias. ¡Qué inocente!

Cada rincón que descubría me enamoraba un paso más de la capital. Foto: AP

Decidí –rápido y mal–, ir un fin de semana a Madrid. A probar suerte. Elche-Madrid, Madrid-Elche. El mismo sábado por la mañana me di cuenta de que era más difícil de lo que imaginaba. Pero me negué a rebajar mis ideales. Cómo no iba a encontrar piso en Madrid. Pese a mis zapatillas deportivas, mi calzado favorito, enseguida comprendí que la comodidad es relativa. A media tarde las plantas de mis pies ardían, y el cuello y el trapecio eran pura contractura por culpa del bolso. Sería injusto no mencionar a mi chico, que lo sufrió todo en primera persona. Hice 114 llamadas de teléfono. Había números mudos por ser fin de semana, o inmobiliarias camufladas. A veces no entendía nada. ¿Cómo era posible que estuviera ya alquilado un piso si había pasado una hora desde que la oferta se hubiera publicado en la web?

Victoria anticipada

Pero conseguí una cita para ver un piso. «Apartamento». Así  lo llamó el conserje que me lo enseñó. Me dio miedo. Una señora había vivido allí 14 años. Su olor se había quedado dentro. Aunque vacío, en ese oscuro agujero de tristeza quedaba algo de ella. Todo en una estancia. Se podía freír un huevo e ir perfumado a la cama: de 90 centímetros y empotrada en un armario. Al menos el baño tenía puerta.

Mientras viajaba de vuelta a Elche, desencantada, una amiga madrileña me dijo que su tía tenía un piso. La ubicación no podía ser mejor, el precio encajaba en mi presupuesto, era pequeño pero suficiente… Le dije que sí. «Tienes que verlo antes de decidir nada», me dijo mi amiga.

Llegó el día. Todo el mundo sabía que iba a ser mi piso. Lo vi. Me gustó. «Qué suerte», me dije. Por eso hoy aún recuerdo el jarro de agua fría. La inesperada llamada de mi amiga. Su tía se había echado para atrás. Agobios, la presión de recoger todo sin tenerlo previsto. Algo así me dijo. Lo entendí. ¡Qué remedio! Pero me costó conciliar el sueño.

Tuve que ceder. Aceptaría inmobiliarias. Y compartir piso. Me uní a una compañera y comenzamos a buscar. Surgieron nuevos problemas. Como la ubicación. Ella quería vivir en el centro. Pero los precios desbordaban nuestros presupuestos. A mí ya me daba todo igual. Concerté con un particular una cita para ver una buhardilla. Llegué yo. Llegó ella. Esperamos unos minutos antes de llamar al propietario. Como no cogía el teléfono decidimos entrar en el edificio. Subimos las escaleras con la impresión de estar dentro de una casa a punto de derrumbarse. Era en Malasaña, junto a Callao. Puro centro. Comprendimos por qué el precio era tan asequible. Entonces nos cruzamos con el dueño: «La acabo de alquilar». No se disculpó.

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Los días pasaban y el desánimo se iba apoderando de mí. No podía permitirlo. Foto: AP

 

Hubo más experiencias parecidas. Por suerte tenía una casa en la que quedarme mientras durara la búsqueda. El Máster ABC había empezado, y yo tenía la mente de nuevo en Idealista, Fotocasa y Pisos.com. Y las maletas seguían sin deshacer.

Correos y más correos inútiles

A mi buzón de gmail llegaban cada día alertas de las páginas a las que estaba suscrita. Después de clase, iba a patearme la ciudad como si fuera un turista que sólo tiene dispone de dos días para verlo todo. En clase, cada mañana mis compis me preguntaban si «ya» tenía casa. Se creó una atmósfera maternal que agradecí. Me sentía arropada. Desde Elche me mandaban ánimos, besos, abrazos… y enlaces. Incluso el coordinador del Máster, L.-P., trató de ayudarme pasándome el contacto de una chica que vivía en un edificio en el que se alquilaban pisos. «Todo alquilado hasta diciembre». La historia se repetía: fin de semana y sin casa. Estábamos a 21 de octubre. Subí mi presupuesto.

Tenía los ánimos a ras de suelo. Era dura la antipatía de las inmobiliarias. En una ocasión, salí deprisa de clase, cogí el metro en hora punta –las 19 horas– y llegué a un piso en el que había puesto todas mis ilusiones. Esperé, una vez más, los diez o quince minutos de rigor y llamé. «¿No has escuchado el buzón de voz? Te hemos dejado un mensaje para que no vinieras, que está ya alquilado». No tengo buzón de voz. Muchas citas para ver pisos se parecen a un casting. Si te gustaba y les gustabas te decían eso de «ya te llamaremos». Y nunca llamaban.

Lugar y momento adecuados

Otro sábado. Me calcé mis zapatillas. Les había cogido manía. Esa tarde conseguí otra cita en un edificio cercano a las Ventas. Nada más entrar en el portal, un olor muy fuerte asaltó mi sistema respiratorio. «Se acaba de incendiar el bajo de al lado, y estamos de obras, pero te haces una idea del piso». Un local sin luz, con muebles sembrados al azar y un ventanuco por el que se disfrutaba de un panorama de pies que iban y venían. Entrada la noche, había quedado con un agente inmobiliario para que me enseñara un piso que nunca vi. No apareció. Llamé a la inmobiliaria que, extrañada, me dijo que iba a contactar con su compañero. Me volverían a llamar. Nunca lo hicieron.

Abatida, levanté la mirada. Vi un cartel pegado a un árbol. Pensé que quizá era particular. Me equivocaba. Las inmobiliarias se las saben todas. Pero tuve suerte. El próximo sábado me instalaré. Han sido solo 31 días de búsqueda agotadora. Desharé las maletas.

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