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McDonalds 24h: cuando la comida rápida se vuelve peligrosa

Entrada del Mcdonalds de la calle Montera por la noche. Foto: G. Caro
Entrada del Mcdonalds de la calle Montera por la noche. Foto: G. Caro

Tres largas filas de personas aguardan impacientemente. Allí todos son juzgados bajo la misma ley, deben esperar su turno y después, a través de las mamparas de cristal con pequeños agujeros para poder intercambiar las palabras mínimamente necesarias y pasar los paquetes de un lado para otro, hacer su petición. Todo ocurre bajo la atenta mirada de Mauricio, el guarda de seguridad que no quita el ojo de encima a un grupo de chicos jóvenes que atoran la entrada del lugar. La escena podría ser la de un edificio institucional, pero son cerca de las tres de la mañana de un miércoles y es el McDonalds de Montera. En el local de la céntrica calle madrileña es donde Mauricio cuenta los minutos para que termine el turno y volver a la tranquilidad de su hogar.

Un cartel junto a las barreras de cristal, que blindan a los trabajadores de sus nocturnos y asiduamente problemáticos clientes, indica que los baños del restaurante se mantienen cerrados de las 2 a las 7 de la mañana. El vigilante sabe que el aviso no evita que cada noche las decoraciones barrocas del edificio sean testigo de los momentos más decadentes de sus visitantes.

–  A veces se ponen a hacer unas rayitas a tu lado y les tienes que decir «Macho que esto no es una discoteca» – explica con un tono cansado Mauricio, que lleva 10 años trabajando por las noches.

Allí, el guarda ha visto de todo. Muchas veces solo ante el peligro mientras el resto de empleados se escuda tras las barreras traslúcidas. En la calle está Anuar, un joven relaciones públicas de una discoteca de la zona que pasa casi todos los días unas cuatro horas frente al restaurante.

–  Suelo estar aquí hasta las tres y no veo mucho lío – comenta el chico, que dejó atrás la adolescencia hace muy poco.

Su compañero, todavía más joven, al que Anuar llama «Pequeñito», le corta:

–  Es verdad que suelen quitar las sillas y las mesas para protegerse, por eso no vemos muchas peleas –

Pero Mauricio echa sus argumentos por tierra. Cuando termina al fin su turno, disfruta con largas caladas de su cigarro de recompensa y explica que, una vez, a un chico, por colarse por la noche en una de las filas, le esperaron a las puertas del local y le dieron cuatro puñaladas.

–  ¿Cómo es el ambiente de este McDonalds? Pues igual que lo es el del centro a estas horas – le dice a Mauricio el encargado del establecimiento, al tiempo que señala la conflictiva situación que todas las madrugadas asola el lugar.

El empleado acaba de salir a la calle. Quiere tomar un poco el aire para que su camisa blanca, esa que visten todos los responsables de la empresa, se airee de la grasa que se posa en ella debido al cargado ambiente del interior. Mauricio no puede evitar reírse y, mientras apaga el cigarro con la punta de su deportiva, le dice:

–  Antiguamente después de salir de fiesta ibas a tomar un chocolate con churros; ahora se viene al Mcdonalds –

Las puertas del establecimiento las abren y cierran cada noche miles de personas. Por algo este es el McDonalds que más factura de toda España. Sin embargo no es el único que está abierto las 24 horas del día en la capital. Junto al que se encuentra en Sol y el que se sitúa calle abajo, en el número 52 de Gran Vía, el tramo de la avenida que acoge el colorido de los musicales, los restaurantes forman un triángulo que ofrece comida reconfortante a altas horas de la madrugada. A lo largo de la vigilia hay jóvenes que, tras el cierre de las discotecas, se arrastran hacia el establecimiento de comida rápida; viajeros cargados con maletas que tan solo llevan unas horas en Madrid; trabajadores que intentan reponer fuerzas antes de llegar a sus casas tras un turno agotador y personas que no tienen otro lugar caliente en el que pasar la noche.

Interior del Mcdonalds de Montera al comienzo de la noche. Foto: G.Caro
Interior del Mcdonalds de Montera al comienzo de la noche. Foto: G.Caro

Una de las miles de mochilas amarillas que llevan estampadas sobre el brillante plástico la palabra «Glovo» entra a toda prisa en el McDonalds de la Puerta del Sol. Carlos no termina de quitarse el casco de moto por completo y se acerca a las empañadas mamparas de cristal mirando su móvil para pedir a uno de los dos trabajadores del restaurante el menú tamaño grande que algún particular demanda a las tres de la madrugada.

–  Es el mejor horario para los que trabajamos en esto – comenta Carlos mientras mete el pedido en su mochila, ya fuera del local.

–  Y el peor para nosotros – le replica Ariadna con risas, entre las que resuenan resignación.

Ariadna trabaja casi todas las noches en el local que cada 31 de diciembre ve las Campanadas en primera fila. Está en medio de un descanso de cinco minutos y se fuma lentamente un cigarro. Mientras, observa detenidamente a la mujer que, dentro del establecimiento, lleva unos grandes cascos y anda de un lado para otro sin apartar la vista de su móvil. Tiene la mirada perdida y viste un abrigo que antaño fue negro y ahora empieza a tornarse gris. Es neoyorkina, o eso cuenta ella, y aunque alardea de tener un trabajo al que ir todas las mañanas, pasa allí todas las noches mirando su móvil, hasta caer rendida en el suelo.

–  A veces se queda dormida y a la pobre la roban porque nadie se da cuenta – dice Ariadna con compasión.

A su lado, David, un joven argentino, se pega a la puerta de entrada del restaurante y mira obcecado su teléfono.

–  ¿Vas a entrar? – le pregunta Ariadna.

–  No, qué va, estoy intentado coger el wifi porque perdí a mi amigo y no tengo datos en el móvil – explica sin levantar la vista.

Ariadna apaga el segundo cigarro del descanso y vuelve a adentrarse en el campo de batalla. En el McDonalds de Sol no tienen casi seguridad, al contrario del caso del de Montera, en el que a diario hay un vigilante permanente y los fines de semana cuenta con tres. En Sol solo trabaja un guarda durante las problemáticas noches de los viernes y los sábados, pero lo absurdo recae en la circunstancia desconocida por la cual, esas mismas noches, las mamparas transparentes desaparecen. A partir de las 5.30 aquello se descontrola. El cierre de la histórica discoteca «Joy Eslava», apenas a 200 metros del local de comida rápida, forma colas de jóvenes, ya más cerca de las horas de resaca que de las de borrachera, que doblan la esquina y se extiende por las en esos momentos solitarias calles de Madrid.

Estas desoladas vías son testigo, cuando pueblan las sombras y todavía no ha empezado a amanecer, de parejas de amantes prófugos y de amores prohibidos; de chicas de faldas cortas y labios rojos que lo único que quieren es bailar hasta que el sudor pegue a sus mejillas los mechones de pelo;  de trabajadores que cambian los carteles publicitarios cuando nadie les ve; de personas sin hogar que vagan por las calles en las que perdieron la esperanza y de aventureros que simplemente quieren recorrer, en las aparentemente horas de calma, las misteriosas calles de Madrid. Pese a que sus vidas son discordantes, todos comparten algo en común. Terminarán, a las cuatro de la mañana, sentados en el pavimento mientras devoran una simple hamburguesa con queso.

*Algunos nombres de esta crónica han sido modificados a petición de los trabajadores

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