Embajadores

Un comunista en la asamblea

Jose vuelve a casa por el parque de Madrid Río.
Jose, que prefiere ocultar su imagen, vuelve a casa por el parque de Madrid Río.

Jose estaba solo en el parque esperando a los de la asamblea del barrio. El mal tiempo, quizá, hizo que aquel sábado no llegara nadie. Cuando llueve, la Asamblea Popular de Arganzuela se reúne en las instalaciones de Matadero Madrid, de las que distaba un buen paseo a través de lo que hoy se conoce como Madrid Río. En el camino pudo descubrir a familias enteras sobre patines, abuelos jugando al mus y jóvenes montando en bici, en un día fresco cubierto por los amarillos del otoño.

En el antiguo matadero municipal de Legazpi, Jose recorrió varias de sus zonas sin éxito. Ni rastro de la asamblea. Sacó de su bolsillo una vieja agenda de teléfonos con varias hojas sueltas, y con sus pequeños dedos de uñas literalmente devoradas y padrastros insalubres, marcó con torpeza en un teléfono prestado el número de una compañera que estaba sin cobertura. Se dirigió hasta un banco de madera y allí permaneció sentado un largo rato, sin atisbo de inquietud.

Jose tiene 58 años y tres hijos que siguen viviendo en casa. Viste unos zapatos corrientes del 40, no más, pantalones de tela claros y una cazadora negra de piel. Mira a través de unas grandes gafas de pasta pasadas de moda. Acude a las citas de la asamblea del barrio desde que estalló el movimiento ciudadano aquel mes de mayo en Sol, cuando confirmó con entusiasmo que los jóvenes seguían ahí: «¿Dónde están?», se preguntaba hasta entonces al ver que nadie reaccionaba ante las medidas del Gobierno. «Nos juntamos unas 20 personas -antes éramos más, claro, pero la gente se va cansando-, y en lo que más trabajamos últimamente es en ayudar a los compañeros que pueden ser desahuciados». El pasado 25 de septiembre estuvo rodeando el Congreso, primero por la mañana y luego por la tarde, y allí se encontró con un grupo de gente que hablaba sobre Santiago Carrillo. «No pude evitar meterme en la conversasión. Al principio me dije: nadie te ha dado vela en este entierro, pero sabía que si no partisipaba en la discusión luego me arrepentiría. Había uno que no tenía ni idea de historia: ¡me estaba confundiendo el Quinto Regimiento con la Quinta Columna!».

Jose sentado en un banco
En el cementerio de su pueblo, el entonces Eduardo pintó «Muerte a Franco».

Durante tres años, Jose fue miembro de las Juventudes del Partido Comunista, cuando se hacía llamar Eduardo y la Guardia Civil flanqueaba las manifestaciones en las plazas «a punta de fusil». Él fue el autor de la pintada en el cementerio de su pueblo, en la provincia de Córdoba, en repuesta al Proceso de Burgos -1970-, un juicio militar contra miembros de ETA «a los que pedían pena de muerte». Las paredes del cementerio eran un lugar ideal para una proclama así, por allí pasaban un montón de campesinos. Con la ayuda de un colega, Jose escribió «Muerte a Franco». «Menuda se lió en el pueblo… Por suerte, nunca supieron que habíamos sido nosotros». En las calles de Madrid, sobre los carteles publicitarios y en los buzones de los portales rotulaba a menudo «Amnistía» y «Abajo la dictadura»: «Era lo que más llevaba».

Como muchos otros, emigró a la capital en busca de trabajo, corría el año 67. En su pueblo estaba de aprendiz de sastrería, un oficio con el que ganaba muy poco dinero (dos pesetas a la semana). En Madrid, empezó en una fábrica de confección situada en el parque de Atenas. «Una compañera me dio un libro que era un coñaso, El don apasible (apacible), para meterme un poco en la cosa, y me habló de Comisiones Obreras. Yo le dije que quería entrar en el partido (PCE). No me dejaron porque solo tenía 17 años, así que me metí en las Juventudes».

«La clandestinidad era muy emosionante: notar que estabas conspirando, contra el tirano y el dictador. Pero había que tener mucho cuidado con los porteros y los presidentes de comunidades, porque te delataban». Así fue cómo la policía consiguió detener a la hermana pequeña de su compañera de trabajo.

Por 200 pesetas mensuales, Jose vivía de pensión en casa de la madre de su compañera, junto con ella, su hermana y otro inquilino con el que compartía habitación. «Una noche, de madrugada, llegó la secreta. Nos levantaron y nos registraron a todos. Al otro chico y a mí nos desnudaron. Yo tenía propaganda del partido escondida en el pernil del pantalón, pero no la vieron. Menos mal, porque por eso te podían caer seis años. Al final, la muchacha solo estuvo sinco o seis meses en la cársel: era el año 69 y las cosas se estaban suavisando un poco. Además, la madre se enfrentó con la polisía; les decía: ¡A ver qué vais a hacerle a mi hija, que luego la voy a llevar a llevar a un reconocimiento médico! Cuando iban a registrarte los guardias, siempre tenía que haber alguien de testigo que firmara, un vesino, o el sereno, aunque fueran las cuatro de la mañana (…). Había que tener muchísimo cuidado, también con el dinero suelto: si te lo pillaban en casa pensaban que era de las cuotas de la organisasión».

Entonces recuerda una canción de la cantautora Elisa Serna. Hace esfuerzos por recodar su título y acaba por entonarla: «Esta gente que querrá, que vienen de madrugada…». «Habla de un estudiante que la polisía tiró por la ventana».

A otro amigo suyo lo cogieron un Primero de Mayo en Antón Martín, en un «salto». «Cuando sabíamos que iba a haber una manifestasión, nos juntábamos de cuatro en cuatro, separados unos grupos de otros. Entonses, alguien lansaba unas octavillas al aire, y esa era la señal para reunirnos todos en medio de la plasa y gritar ¡Amnistía!, ¡Libertad! Eso es un salto».

Jose no ha estado nunca en la cárcel, aunque sí fue como testigo a dos juicios para defender a unos compañeros. «Mentíamos todo lo que podíamos», reconoce, «el abogado mismo te desía que mintieras». Uno de esos juicios fue el de su amiga de la fábrica. «La tenían fichada. Cuando salió a los dos meses, volvió al trabajo, pero había una ley por la que todo aquel que hubiera estado detenido no podía volver a la empresa, así que presentó una demanda y hubo juisio». «Las cárseles estaban llenas. A los presos de la guerra tuvieron que empezar a echarlos por viejos».

Durante sus años de activismo político, en los que no llegó a pasar al partido, se infiltró en asociaciones de vecinos para «influir y luchar». «En la fábrica hablaba con los compañeros, y ellos me contaban que ganaban poco dinero. Era la labor de «sapa». Hasíamos proseletismo» (proselitismo: intento de ganar adeptos para la causa).

La viaje agenda de Jose, quien gesticula mientras habla.
Las manos de Jose hablan con emoción de su antigua vida.

«Me dediqué en cuerpo y alma a la organisasión. Teníamos reuniones a todas horas, de no más de cuatro o sinco personas y en casas particulares”. Una vez estuvo en casa de Marcelino Camacho, fundador de Comisiones Obreras: “De vez en cuando llamo a su mujer, que está muy mayor, porque le gusta ver que la gente se preocupa por ella. Siempre me cuenta lo mismo…». Algunas reuniones las celebraban en El Pozo del Tío Raimundo, en casa del célebre «cura rojo» de Vallecas. «La polisía sabía que nos juntábamos allí. En más de una ocasión la gente tuvo que salir por las ventanas. Un día, leyendo el periódico veo que un ayudante del cura era del servisio secreto del CSIC (se cree, CNI: Centro Nacional de Inteligencia), que llegó a ser el director con Felipe González».

Llegado 1970, Jose decidió regresar al pueblo. «Estaba cansado de tanta manifestasión, me pasaba el día en reuniones, solo… Estaba un poco quemado, como se desía en aquellos años». Fue entonces cuando sucedió el episodio de la pintada en el cementerio. Intentó contactar de nuevo con el partido, que «estaba en la clandestinidad total: meterse allí era complicadísimo». De Madrid se llevó una “vietnamita” que le dieron los anarquistas del barrio. «Es una multicopista, una máquina hecha a mano: es un marco como el de los cuadros. Se escribe en la máquina de escribir sin tinta; luego coges el papel, lo pones en la máquina y sierras el marco, que tiene una tela finita. Echas tinta en la tela y le pasas un rodillo. Y aparece lo que has escrito. Con esto hasíamos la propaganda». La primera propaganda que se distribuyó en Córdoba se hizo con la máquina de Jose.

En el pueblo solo duró seis meses, «no era lo mío». Y volvió a Madrid. Se desligó de las Juventudes Comunistas, y entró a formar parte de otra organización. «Esta era más seria, se discutía y se dedicaba mucho tiempo al estudio: para saber influir te tienes que ir preparando. En las Juventudes no te preparaban». «No teníamos nombre, desían que era lo menos importante… Tampoco sabíamos cuántos éramos, eso nunca se sabe. Eran sélulas (células) de cuatro o sinco personas, y una no conosía a las otras. Uno de los líderes vivía en Leganés, y allí nos reuníamos, en su casa o en un lugar escondido de un parque, para comentar lo que habíamos hecho durante la semana, cómo iba la labor de infiltrasión».

Cuando se casó y montó su propia empresa, ya en los `80, dejó de preocuparse por los asuntos políticos. Abrió una peletería cuyo local se le quedó pequeño. Decidió trasladarse a Ciudad Real, donde por menos dinero podía alquilar un espacio mayor, y allí agrandó el negocio hasta tener 16 empleados en plantilla. En la tienda vendían las prendas que ellos mismos confeccionaban y llegó a ganar mucho dinero, hasta que tuvo que cerrar: «La gente ya no compra ropa de piel a medida». Este año, a uno de sus hijos no le devolverán los 900 euros del primer pago de la matrícula de un máster que, sin recibir explicaciones, ha pasado de costar 1.200 euros a 4.000.

Dos horas y media después de que llegara a Matadero, a Jose ya le sonaban las tripas. El hombre menudo y de apariencia débil se enfundó su chaqueta de napa hecha por él y emprendió el camino de vuelta a casa.

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