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¿Quién se acuerda de los parados?

Es miércoles 14 de noviembre y todo el mundo en España habla de la huelga general. Mejor dicho, casi todo el mundo. Porque en la cola del INEM impera el silencio. En el día en el que se debate sobre si ir o no a trabajar, hay personas que ni siquiera pueden elegir: no tienen trabajo. Son parados y para ellos este día es igual que otro cualquiera.

La oficina del Servicio de Empleo del barrio de Santa Eugenia abre sus puertas a las nueve de la mañana. Funciona con cita previa y a pesar de que son las ocho y cuarto ya hay una decena de personas esperando en la puerta. Son gente de todo tipo: españoles, sudamericanos, cincuentones, jóvenes que no llegan a los treinta años, incluso se ve a un padre con su hijo. Como no tiene la opción de acudir o no a «currar», su manera de protestar ha sido no llevar al niño al colegio.

José Luis es una de esas personas que está en la cola. Perdió su empleo hace tan solo dos días y lo primero que hace tras el saludo es exclamar en tono irónico: «Aquí no hay piquetes». Tiene 47 años, dos hijos, mujer y una hipoteca que pagar. Trabajaba en el servicio de mantenimiento de un gimnasio y por primera vez desde que estalló la crisis se ha quedado en el paro. «Ahora tiraremos de los ahorros, pero ya me dirás tú cuanto tiempo se puede aguantar así teniendo a tres bocas que dependen de mi para comer», se lamenta. Y añade: «No sabes lo duro que es no poder dar a tus hijos ni un euro para que se vayan a tomar una coca-cola».

Hasta hace dos días José Luis pensaba hacer huelga. Ahora ya no tiene ese derecho, aunque irá a la manifestación de por la tarde. Será para protestar porque «las cosas están muy mal», no para apoyar a los sindicatos. «No han hecho nada por mi. La empresa en la que trabajaba me debe más de mil euros y aún hoy, a 14 de noviembre, todavía no he cobrado ni el mes de octubre. Los sindicatos no han solucionado mis problemas», se queja. Afirma también que estos últimos días se le están pasando «muchas cosas por la cabeza». Incluso irse al extranjero, aunque rápido lo descarta ya que «tengo amigos a los que les han engañado, prometiéndoles un trabajo que luego era mentira».

Son ya las nueve menos veinte. Cada vez más gente llega y pregunta quién es el último para ponerse a la cola. Nuria pide el turno y se quita los cascos para hablar. Tiene 30 años. Lleva parada desde agosto cuando la despidieron de una pequeña tienda de ropa situada en la calle Serrano. Al preguntarla por la huelga, recuerda la última, la del 29 de marzo: «Mi jefe nos dijo que cada uno era libre de hacer lo que quisiera, pero que al día siguiente se atuviera a las consecuencias». Antes de la crisis, Nuria llegaba cada mes a los 1.200 euros por su trabajo de dependienta. Ahora, en cambio, dice que no la ofrecen «más de 600 ó 700».

No es la primera vez que Nuria acude al INEM. Su sensación es que los empleados que están al otro lado del mostrador empatizan poco con los parados. Además, duda de su eficiencia: «Cuando llamas por teléfono ante cualquier cuestión te remiten a internet y sino te hacen venir aquí, aunque sea para una chorrada». A continuación, baja el tono al reparar en que casi la mitad de la cola son personas sudamericanas. «Quizás si se fueran a su país, aquí tendríamos más trabajo», se queja.

El reloj marca las nueve. Lo indica el creciente murmullo de la gente. Muchos de ellos hablan casi para sí mismos. Es hora de que se abran las puertas. Pasados un par de minutos esto ocurre y la fila se diluye para convertirse en un aglutinamiento sin orden de personas junto a la entrada. Una mujer sudamericana de mediana edad protesta comentando a un amigo que les han quitado el sitio.

MUCHAS PERSONAS SUDAMERICANAS

Esa mujer se llama Alicia, tiene 42 años y es peruana. Lleva desde abril parada y vive con su pareja en un piso compartido con otras dos familias sudamericanas. Hasta entonces trabajaba en una residencia. ¿De limpiadora? «No, qué va, tengo el título de auxiliar de geriatría», recalca con orgullo. Su pareja aterrizó en España hace un año y «de momento, solo ha hecho alguna chapuza». A Alicia se le acaba el paro en abril, aunque no se resigna. De no encontrar empleo se volvería a su país, aunque mientras tanto sigue luchando porque su mayor ilusión es: «Conseguir que mis hijas vengan de Perú a acabar la carrera en España».

Por fin se abren las puertas. Los casi 50 parados acceden al Servicio de Empleo con prisa. A los 20 minutos sale José Luis. Sonríe y cuenta que no le han atendido porque no tenía cita previa. Antes de irse se despide: «En fin, hay que ponerle buena cara a la vida porque es lo único que nos queda». Arranca su moto y se marcha.

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