Hortaleza

De la porra al acordeón

Señores mayores bailando en el centro de Bucaramanga
Mayores bailan en el centro Bucaramanga al son de la música de Marco. Foto: I. M.

Es viernes, ha anochecido y la música se oye desde la calle. Los juerguistas son añejos pero muy activos. Bailan boleros, merengues, pasodobles. Un-dos-tres, un-dos. Marco pone la música en directo. Opositó para policía, pero desde hace tres semanas es acordeonista.

El ritmo invade el reinado de Justo Rey, presidente del centro de mayores de Bucaramanga. Doce años en el poder, ahora nuevamente reelegido. «Ven, tómate algo», dice. Me dirige a una barra, en un lateral desde donde se domina toda la pista. Marco sigue tocando y los cuerpos maduros por los años se deslizan por el suelo de piedra. Sortean las tres columnas grises que se interponen en el camino.

Pido un café con la leche caliente. «Tu di que aquí hay gente muy buena», explica Justo. «Di que Antonio y Pilar [de la cafetería] son muy buenos». «Pero tómate el café». La bebida sigue ardiendo, pero Rey manda y me abraso la lengua.

La gente sigue bailando. Otros se sientan alrededor de la pista. Hay miradas curiosas pero nadie me saca a bailar. Marco me salva, decide hacer un descanso. Lleva desde las cinco de la tarde tocando. Pone dos sevillanas para que se reproduzcan automáticamente. Pero como si del juego de las sillas se tratara, todos los mayores corren a coger una. Tan sólo una pareja se queda en pie preparada para las sevillanas.

Marco pide una fanta de naranja. Su padre era acordeonista y, desde los doce años, le ayudaba en las fiestas del pueblo. Él se encargaba del teclado. Ahora tiene 27. «Aquí soy el más joven», bromea. Lleva dos años tocando el teclado en Bucaramanga. «He aprendido lo poco que me enseñó mi padre y de oído. Y llevo tres semanas aprendiendo a tocar el acordeón». Aclara que se ha decidido por este instrumento porque su familia paterna lo ha tocado siempre.

Tres semanas, pero en el centro están muy contentos. Una señora vestida de rojo me asegura después que «toca de maravilla. Es amable, cariñoso, lo que le pidas… puedes ponerle por las nubes. Y no tengo nada con él». Marco explica que lleva la base rítmica grabada con el teclado: «Pongo el punch-punch-puch y voy haciendo el acompañamiento con el acordeón».

Se han acabado las sevillanas y se oye de fondo «¡O-tra!, ¡O-tra!».

—Parece que te reclaman

—Es que pongo dos de descanso, sino se tiran….

Antes de volver, Marco habla un poco más. «Lo triste es que aquí las personas mayores están como olvidadas y son ellos mismos los que tienen que costear esto».

Recuerda cómo empezó hace dos años. Tras hacer una FP en mecánica, no podía trabajar 10 horas diarias en el taller y, a la vez, estudiar e ir al gimnasio para prepararse las pruebas de la Policía. Dejó el taller y comenzó a tocar en el centro de mayores porque eso sí podía compaginarlo. Vive con su madre en Vallecas. Saca 30 euros cada vez que toca. «Si le gusta con mi música bailar, no se olvide de colaborar», rezan dos carteles en la esquina donde toca.

«La gente de aquí es lo mejor. Hay gente que, la pobre, ves que no tiene medios económicos para ayudarte, pero te aporta lo que puede. Pero también ves a gente que puede y le sobra pero no quiere, quiere venir aquí a costa de los demás. Pero ves que la gente se anima y eso esta muy bien».

—¿Alguna vez ha pasado algo raro?

—No… la gente es bastante civilizada. Nunca he tenido problemas de que se quieran pegar –Me río. Quizá no se refería a ellos, pero no me imagino a los viejitos pegándose.

No hay música, los mayores no saben qué hacer. Una señora se acerca a Marco.

—¿Sabes la canción Simoney?

—No…

— Es muy bonita, a ver si la puedes aprender.

—Luego la buscaré en internet. ¿Simoney? Pero, ¿qué es?

— Como un bolero… «Simoneeeyy…tiro-rirooo». Es antigua…

— No pasa nada.

Marco vuelve a su sitio. Detrás de un pequeño cesto y con el acordeón encima. La música vuelve a sonar.

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