Microteatro

La marquesa de Chamberí

Señal del metro de Chamberí
El barrio es uno de los más castizos de Madrid (Foto: Leticia Ayuso)

Una sala de espera de un centro de salud de atención primaria cualquiera. Una puerta y, junto a ella, dos asientos. En el primero está María y en el segundo una chica cercana a la treintena que lee un libro electrónico mientras escucha música a través de unos auriculares. María tiene setenta y seis años, va vestida con una blusa primaveral, una falda negra por debajo de las rodillas y unas sandalias también negras. Su pelo es blanco y está recogido en un moño. Apenas hay ruido y la doctora está ocupada en la consulta; lleva más de treinta minutos de retraso.

María mira de reojo a la chica, aunque sus ojos se interesan todavía más por el aparato que sostiene entre las manos. Comienza a hablar y lo hace mientras gira la cabeza, dirigiendo su mirada a la chica y al frente alternativamente.

MARÍA.— Madre mía, qué aparatejos tenéis hoy en día. A tu edad, lo único que tenía para entretenerme era la faena que me daba mi marido en casa. Era un santo, hija mía, pero muy guarro. Terminaba de comer, se sentaba delante del televisor y se tiraba un pedo; como un reloj, daban ganas hasta de cantar la hora: ¡Las tres! (Ríe con timidez y regresa a un tono nostálgico.)

¡Ay, Ramón, qué años me diste y qué vejez! Los hombres se vuelven unos cascarrabias con la edad, sólo saben hablar de tonterías y les preocupa lo más simple. La última vez que salió a la calle volvimos enfadados porque Josefa, la del bar de abajo, le había puesto un vino que a él no le gustaba; no veas la que le lió. Luego (guarda un breve silencio y cambia a un tono melancólico), luego le dio un infarto cerebral y el pobrecito apenas duró un mes.

¡Qué buen padre fue! A Marcos, nuestro hijo pequeño, lo llevaba todos los domingos a pasear por la calle Fuencarral, por donde están los cines, y no había semana en la que no apareciera con un juguete nuevo en casa. ¿Sabes qué me dijo en el entierro? Que nunca iría al cementerio y que cuando se quisiera acordar de su padre iría al escaparate del Bazar Matey. Si es que era un santo. Fíjate que murió pensando que era él quien mandaba en casa (risa corta y espontánea).

Lo que más le debe pesar ahí arriba es no haber ido a la comunión de nuestra nieta. Su Julita, que decía él. Le quería comprar un reloj para ese día, no veas lo insistente que era con eso. Un reloj fino para la muñeca de una princesa, le decía cuando la cogía en brazos. Qué pena (suspira) que una niña tan joven se nos la llevara la leucemia. (Se repone rápido.) Por cierto, que el otro día iba dando un paseo y me encuentro con una tienda de eso, (gesticula señalando la muñeca) de relojes. El nombre era en inglés, seguro. Entro a preguntar precios, por curiosear más que nada, y no sabes qué barbaridades me pedían (tono exagerado). Claro que luego le pregunté al hombre, que era muy majo, y me dijo que era una tienda para coleccionistas de relojes antiguos. Aunque para antiguo el reloj de mi bisabuelo, que se lo regaló a mi padre (susurra con cara de confidencia) y en la guerra, para que no se lo quitaran, lo tuvo metido en el culo dos días (ríe para adentro).

(Silencio de unos segundos mientras examina a la mujer de al lado.)

Desde que se fue mi Paco las cosas han cambiado mucho en el barrio. El bar de la Josefa ya no está. Ahora han montado una tienda de galletas, Sabores Ocultos creo que se llama ¡Una tienda de galletas de todo el mundo! (Insiste con guasa.) Y encima si quieres que te pongan un café tienes que llevar la taza de casa. Yo es que café no puedo tomar porque tengo la tensión disparada, pero vamos, digo yo que fregar unas tazas tampoco supone tanto esfuerzo. Antes sí que trabajábamos y no ahora, que la gente no para de quejarse, pero qué poco les gusta agachar los riñones.

Mira, no hacía ni tres meses que habíamos enterrado a mi marido -él quería que lo incineráramos pero a mí no me dio la gana, que Dios me perdone-. (Se santigua a enorme velocidad mientras mira al cielo), y veo que están montando en la calle esta de (piensa y chasquea los dedos sin producir sonido) Blasco de Garay, una tienda de papeles arrugaos. Y la Pili, que siempre ha tenido muy poca vergüenza, va y entra. Es que esto es una tienda de (frunce el ceño) utigami, origami o no se qué, nos dice el dependiente. Vamos, papiroflexia de toda la vida, le suelta la Pili. Y el otro se echa a reír. ¿Pero cómo se puede montar una tienda para vender papel doblao? (Entre la duda y la exclamación.) Pues ahí los tienes… Unos cuatro años que deben llevar ya abiertos, vendiendo papelitos (dice con sorna).

(Silencio de unos segundos mientras vuelve a examinar a la mujer de al lado.)

Lo que más echo de menos es ir al teatro. Mira, los sábados por la tarde me ponía un abrigo de pieles que parecía la marquesa de Chamberí, cogía a mi Paco del brazo (gesticula lo narrado mientras se hincha de orgullo) y nos bajábamos paseando hasta la Gran Vía y luego al teatro que tocara. Y antes de ir, siempre nos sentábamos en una cafetería a ver pasar gente (le brillan los ojos, que fija en sus pies), gente que estaba viva como nosotros (con tono nostálgico y reflexivo).

El otro día se lo decía a mi hijo mayor, Pedro. Va siempre muy ocupado, pero no hay mes que no venga a verme (en tono presumido). Él cree que estoy inválida porque no para de insistir en que la Gran Vía está muy lejos, que hay mucha gente, que a ver si me voy a tropezar… Con la ilusión que me haría a mí ponerme el visón para ir invitada y del brazo de mi hijo, eso sí, al teatro. Además en Chamberí tenemos los nuestros: el Galileo, el de la Abadía(Arranca tras pensar unos segundos) y uno que han abierto nuevo. Hija, no me preguntes por el nombre porque no me acuerdo, es algo de jamón de York o no sé (reconoce apurada). Lo tengo dos calles detrás de mi casa y ni por esas me lleva. Mira que le digo que aunque sea ciego puede escuchar la obra, que es casi lo mismo, pero no me hace ni caso (indignada).

(De nuevo, silencio de unos segundos mientras examina a la mujer de al lado.)

Mira que tenemos un barrio bonito (en tono firme), con sus tiendas, sus fruterías con el género luciendo en la acera, la vida que tiene la glorieta de Quevedo… (Extiende el silencio mientras parece reflexionar.) ¡Si hasta tenemos al rey de Chamberí! (Tono orgulloso).

Hija mía (tono tranquilo y sincero), en estas calles he pasado los mejores y los peores años de mi vida. Ves esta rodilla (señala con el dedo), me la destrozó un taxi que me atropelló al lado de la plaza de Olavide hace tres años. El mismo sitio donde a Paula, mi hija, le dio por nacer. ¡Qué espectáculo! Menos mal que iba depilada (ríe con fuerza). En fin, que todo el verano echado a perder, ¡con lo que me gustaba a mí ir a Santa Pola! Porque con el Imserso yo no voy (aclara con firmeza): rodeada de viejos que se creen que tienen veinte años, ¡menuda panda de pulpos! Y encima todos de excursión juntos y con la misma gorra, que parecemos los tontos del pueblo (tono indignado que es interrumpido de repente).

Se abre la puerta de la consulta. Un hombre de mediana edad sale. La doctora llama a Martina Bermúdez. Repite el nombre dos veces. María la mira con cara de sugerir que pase al siguiente paciente. Antes de eso, la doctora da un toquecito a la chica que María tiene al lado. Ésta se quita los cascos, pide perdón a la doctora por no haberla oído y entra a la consulta sin mirar a María a la cara. La puerta se cierra. María calla. Espera su turno mirando al frente. El fluorescente del techo empieza a parpadear.

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