Especial Crímenes

Quién teme al Lobo Feroz

Meson El Lobo Feroz
El Mesón del Lobo Feroz, en la madrileña calle de Luciente. Foto: José Sánchez Martínez

A sus 31 años, la vida de Santiago San José Pardo no se había caracterizado por su buena suerte. Vivía con su madre y no tenía pareja ni grandes amigos. Trabajaba en un bar que había podido alquilar gracias a la amistad de su madre con el dueño del local, un subcomisario de policía.

La fortuna le había sido esquiva desde su más tierna infancia. Al nacer, sus padres ya tenían un hijo y buscaban una niña. La decepción que supuso que Santiago no fuese la ansiada hija marcaría una relación tensa y conflictiva con sus progenitores. Una situación que no hacía sino empeorar día a día con las comparaciones entre ambos hermanos, en las que siempre salía ganando el mayor.

Sin embargo, supo reponerse. Dejó a un lado sus problemas familiares y se centró en aprender las tareas de delineación. Una dedicación que no pasó desapercibida para sus jefes, que le ofrecieron un puesto en la nueva tienda de reproducción de planos que abrieron en Oviedo. Allí encontró pareja y parecía que, por primera vez, soplaban vientos favorables en su vida. Sería por poco tiempo.

A Santiago le llegó la edad de hacer la mili y al volver, lo que parecía un negocio familiar con un gran futuro por delante se había transformado en una empresa al borde de la quiebra. Sin trabajo y sin saber cómo reconducir su vida, terminó alistándose en la Legión. No fue la solución. La dureza y exigencia del Tercio acabaron con su determinación y le llevaron a forzar su expulsión del cuerpo. Una breve etapa de la que solo se llevó en claro un mote que le acompañaría por muchos años: «el legionario».

Finalmente se vio obligado a volver a Madrid, al hogar materno, dejando en Asturias a su novia. La relación entre madre e hijo estaba cargada de recriminaciones y discusiones, por lo que alquilar el bar para dirigir su propio negocio y no pasar tanto tiempo encerrado en casa parecía a priori una buena idea. La realidad se encargó de acabar con el sueño.

El Mesón del Lobo Feroz estaba situado en el número 9 de la calle de Luciente, muy cerca del mercado de la Cebada, en pleno centro de Madrid. Sin embargo, permanecía vacío la mayor parte del tiempo, lo que le dejaba a Santiago muchas horas libres para dar vueltas a su mayor preocupación: su dificultad para encontrar pareja. Un problema que se vio agravado por su afición a la bebida. El alcohol le volvía una persona más violenta y acabó por dificultar sus relaciones sexuales con las mujeres, motivo por el cual decidió optar por satisfacer su deseo con prostitutas.

Así, el 22 de agosto de 1987 «el legionario» cerró temprano el bar, tras un caluroso día en el que apenas habían entrado clientes, en busca de algo de compañía. El «lobo» había despertado. Recorrió la calle de la Cruz, donde no tardó en ser abordado. Mari Luz Varela Alonso, una prostituta de 22 años, madre de dos hijos, tuvo la mala suerte de acercarse justamente a quien menos debía. Santiago no dudó en aceptar sus servicios e invitarla a su mesón, a su guarida.

Santiago San José y su primera víctima, Mari Luz Varela. Foto: EFE
Santiago San José y su primera víctima, Mari Luz Varela. Foto: EFE

La situación no se desarrolló como ninguno de los dos esperaba y cuando «el legionario» fue incapaz de conseguir una respuesta sexual adecuada comenzó a golpear a Mari Luz. Un estallido de violencia que le llevó a acercarse a la barra, coger un cuchillo jamonero y asestarle varias puñaladas hasta acabar con su vida. La intensidad del acto fue tal que el propio Santiago terminó perdiendo la consciencia. Al despertar estaba bañado en sangre. Se quitó las manchas como pudo y se fue a su casa a dormir. Al día siguiente no abrió el bar, tenía mucho por limpiar y un cuerpo del que deshacerse. La pesadilla era de lo más real.

Bajó el cadáver al sótano, donde lo envolvió en plástico y lo enterró bajo una capa de yeso. Por encima colocó una tela de arpillera y varias cajas de cerveza vacías. El crimen quedaba oculto, la vida debía volver a la normalidad y para ello decidió adelantar su viaje a Elche, ciudad en la que se casaba su hermano.

Un impulso irrefrenable

A su regreso a la capital, Santiago trató de no levantar sospechas, pero sobre todo de frenar el impulso que le pedía volver a actuar. Y lo consiguió, durante un par de meses. El 12 de octubre el «lobo» volvía a salir de cacería a la calle de la Cruz. En esta ocasión contrató los servicios de una mujer más mayor, en torno a los 40 años, que nunca llegó a ser identificada. Algunas de sus compañeras la conocían por el nombre de Teresa, otras por el de Josefa.

El procedimiento fue el mismo que en la ocasión anterior, volvió a hundir el cuchillo jamonero en el cuerpo de su víctima hasta asegurarse de que estaba muerta. Santiago emparedó el cadáver junto al anterior, debajo del hueco de la escalera, y tapió todo con unos cuantos baldosines que tenía en el sótano. El «lobo» había saciado sus ansias depredadoras.

Los días pasaron y con ellos llegaron las navidades de 1987. El 22 de diciembre «el legionario» no lo pudo resistir por más tiempo y regresó a la calle de la Cruz. Una vez allí tuvo claro quién iba a ser su próxima víctima, una joven de veintipocos años que accedió a acompañarle al bar atraída por la oferta de obtener 5.000 pesetas y que le pagase el taxi de vuelta. Lo que no sabía la prostituta, posteriormente identificada como Araceli Fernández Regadera, era que estaba a punto de firmar su sentencia de muerte.

Una vez en el Mesón del Lobo Feroz, Santiago se dirigió a la barra a coger su cuchillo en cuanto Araceli comenzó a quitarse los pantalones. Sin embargo, esta vez el «lobo» no logró su propósito tras un par de intentos que se saldaron con sendos cortes en las manos de la meretriz. Lo que sí consiguieron en esta ocasión fue alertar a una vecina del local, quien llamó a la policía. Una pareja de agentes llegó justo cuando Araceli estaba acorralada y fue necesaria la actuación de los bomberos para derribar la puerta, ya que Santiago se negaba a abrir. Al entrar, los policías se encontraron con dos versiones diferentes: la de una mujer que acusaba al otro de querer matarla y la del dueño del mesón, que denunciaba un intento de robo en su local. La decisión que tomaron fue la de detener a los dos y llevarlos a comisaría.

El juez que se encargó del caso ordenó el ingreso en prisión de Santiago, aunque el «lobo» no permaneció más que una semana en la cárcel. Al ser puesto en libertad reflexionó sobre lo ocurrido y tomó la decisión de desaparecer. Cerró definitivamente su bar y abandonó la casa de su madre. Comenzó a trabajar de agente judicial interino, después de portero de una finca, más tarde retomó su antiguo oficio de delineante. No acababa de encajar en ningún lado. Sin embargo, su principal problema no había hecho más que comenzar.

El cazador cazado

Más de un año después de la agresión a Araceli, un nuevo inquilino arrendaba el bar. Los obreros arrancaron el viejo cartel que con letras góticas anunciaba el Mesón del Lobo Feroz e iniciaban una reforma del local que destaparía todo lo sucedido en el pasado. Tras una falsa pared de baldosines hallaron los huesos de dos cadáveres momificados.

Los restos estaban en tan mal estado que la policía tuvo que solicitar la ayuda de uno de los forenses más expertos en ese momento, el doctor Reverte Coma. Este concluyó que los cuerpos pertenecían a dos mujeres que tenían desnuda la parte inferior de su cuerpo y que habían sido asesinadas con un arma blanca de grandes dimensiones. Asimismo, el doctor pudo aclarar que el autor de los hechos debía tener algún tipo de adiestramiento militar a tenor de cómo manejaba el arma. Todo ello, unido a que la policía había localizado la tienda de materiales de construcción donde «el legionario» había comprado el yeso y los baldosines, hizo que se emitiese una orden de busca y captura a nombre de Santiago San José Pardo. En marzo de 1989 fue detenido por la Brigada de Policía Judicial de Madrid como presunto autor del doble homicidio. Santiago confesó los crímenes y admitió que había emparedado a las víctimas en el sótano de su bar, su «cementerio» particular.

Santiago San José Pardo, entre dos guardias civiles durante el juicio. Foto: Ramón Prieto
Santiago San José Pardo, entre dos guardias civiles durante el juicio. Foto: Ramón Prieto

Casi dos años después de su detención, en enero de 1991, la Sección Sexta de la Audiencia de Madrid sentenció al homicida a 72 años de prisión por el doble asesinato, dos delitos de inhumación ilegal y la agresión a Araceli Fernández. El abogado de Santiago, Manuel Boto, en su alegato final pidió la absolución de Santiago por considerar que su actuación se había producido teniendo las facultades mentales anuladas a causa del alcoholismo. Tanto el fiscal como los propios magistrados que reconocían que se trataba de «un psicópata y un bebedor», pero que «su psicopatía no disminuye su responsabilidad penal».

Cumplió condena en la prisión de Herrera de la Mancha, en Ciudad Real. Aprovechó para estudiar BUP y trabajó en la biblioteca del penal, lo que le permitió reducir buena parte de sus años de reclusión. En 2004 fue puesto en libertad. En la actualidad, Santiago vive en el sur de España, ha pagado su culpa con la sociedad y nunca más ha vuelto a delinquir. El «lobo» se ha convertido en cordero.

El edificio donde se encontraba el Mesón del Lobo Feroz es hoy un taller de confección, vestuario y costura. Sus empleadas ignoran, o hacen que ignoran, que en ese local fueron asesinadas y emparedadas dos mujeres hace más de 27 años.

El mesón es una tienda de costura en la actualidad. Foto: E. B.
El mesón es un taller de costura en la actualidad. Foto: E. B.

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