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Gabriel Albiac: filosofía en una corrala de Madrid

Un portón de madera maciza y sólida, una casa de planta baja con aires manchegos y teja romana. Cuando el portalón despeja el paso hacia el interior, se descubre una corrala madrileña con sabor a patio de monasterio o a vestíbulo de academia griega. Por un instante es posible dudar si uno se encuentra en una calleja toledana o en el Madrid del Siglo de Oro.

El filósofo y ensayista Gabriel Albiac (Utiel, Comunidad Valenciana; 1950) espera en uno de los corredores que circundan las viviendas de la corrala. Formado en la parisina universidad de La Sorbona, Albiac es discípulo del teórico marxista y estructuralista francés Louis Althusser. En 1988 ganó el Premio Nacional de Ensayo por La sinagoga vacía, un estudio de las fuentes hispanas del pensador de origen sefardí Baruch Spinoza.

Una escalera que evoca una casa de pueblo y abuela castellana, decorada con plantas que cuelgan sobre el patio central, conduce a la biblioteca de este sabio moderno. Al llegar frente a la puerta, Gabriel Albiac aguarda con una sonrisa paciente y estoica. Lo primero que llama la atención es una gran pared invadida de libros.

La biblioteca

Estantes blancos perfectamente ordenados acogen las obras con las que trabaja el columnista de ABC. En los anaqueles, los libros siguen un minucioso orden en proyección especular, ordenando de derecha a izquierda, al revés de como suelen estar ordenadas las bibliotecas.

Cuenta Albiac que «abajo van las fuentes, arriba los estudios. Siempre en un estricto sentido cronológico. De tal manera que aquí empezamos con Homero, luego los Presocráticos, Platón, Aristóteles y así hasta el siglo XX».

El filósofo señala que en «una biblioteca la tarea esencial es depurarla, quitar lo que sobra, porque en una buena biblioteca no puede sobrar nada». Además, indica que «aquí tengo la biblioteca académica, con todas los títulos esenciales de la historia de la filosofía, las fuentes. La biblioteca literaria la tengo en casa de mis hijas»

Los libros se extienden a lo largo de un pasillo estrecho que desemboca en un salón amplio que se divide en dos estancias. En la primera, con blancas vigas encaladas de blanco, hay una mesa de cristal sobre la que se amontonan cuadernos. Relata el profesor que «en los cuadernos grandes escribo los textos de ensayo, en los pequeños los artículos». Porque Gabriel Albiac escribe a mano y con pluma. Como si se tratara de un monje irlandés copiando los textos de la Antigüedad clásica para salvarlos de la barbarie.

En la estancia destaca un escritorio de madera que puede recordar a los altares paganos. En él guarda varias de las plumas con las que trabaja. Aunque el filósofo también utiliza el ordenador, especialmente para acceder a documentos y textos de la Biblioteca Nacional de Francia. Material con el que ahora mismo compone una edición crítica de los Pensamientos de Blaise Pascal, científico francés del siglo XVII que abandonó la física y las matemáticas para entregarse a la filosofía y a la teología.

Enseña cómo acceder a los documentos originales: «En gallica.fr está todo digitalizado. Puedes acceder al contenido de cualquier documento, pero las grandes bibliotecas tienen que ser depósitos primorosamente preservados, donde no toque ni Dios. Los libros tienen que ser joyas que deben sobrevivir mientras que el contenido debe ser accesible a todos».

Para subrayar la importancia de la conservación de los libros, muestra la diferencia entre el papel de los años 40 del siglo XX y las ediciones del siglo XVII: «Los libros eran objetos eternos. Se hacían para que nunca se deteriorasen».

Se levanta de su escritorio y se dirige hacia los anaqueles. De entre los libros saca una edición del historiador judío de la antigüedad Flavio Josepho. Un libro gigantesco de tapa dura, con el título y el nombre del autor y papel de tacto sedoso: «Mira que Zigurat. ¿Has visto la primera parte Indiana Jones? Esta es la edición que el viejo maestro le enseña a Indiana para mostrarle el arca».

El maestro enseña al alumno

De los estantes de la biblioteca sale una edición de bolsillo de Monarquía de Campanella, dominico italiano del XVII que escribió varios tratados políticos. La conversación se deriva hacia la filosofía y el pensamiento político y el maestro comienza a enseñar al alumno.

Durante poco más de dos horas, Albiac dicta una clase magistral de historia del pensamiento político. Se sienta a la mesa y estira las piernas mientras escucha las preguntas. La genealogía comienza con Las Leyes y La República de Platón y La Política de Aristóteles. Pero pronto se deriva hacia otros periodos de la historia, en un repaso de los nombres fundamentales que pensaron el poder, el hombre y la política.

La lección llega al origen del concepto de «golpe de Estado», que el ensayista sitúa en el XVII. Fue el francés Gabriel Naudé quien lo teorizó. Albiac se entusiasma ante la claridad y belleza de la definición: «”El rayo que fulmina antes de que el trueno asome”. No me digas que no es bonito».

La tarde es lluviosa e invita a la reflexión. Al evocar Las memorias de Ultratumba de Chateaubriand, «el gran fresco de la revolución, la obra que narra la revolución» se levanta de nuevo y camina hacia los estantes. Toma una edición en francés y lee un pasaje: «Caer desde Bonaparte hasta lo que le siguió, es como caer de la cima de una montaña a la nada. Me sonrojo pensando que me será preciso tartamudear junto a una muchedumbre de seres dudosos y nocturnos». Termina la cita y regresa a la mesa recordándo que Chateaubriand estaba hablando en ese pasaje de un enemigo. Solo es posible que alguien hable así de un enemigo si existe una nación, una tradición. Comenta que «en Francia hay un culto a los muertos. Un escritor puede ser el mayor de los hijos de puta, pero su obra es patrimonio de Francia».

Foto: J. A. M.
Foto: J. A. M.

Señala el escritor que eso se debe al peso de la educación selectiva y meritocrática que se diseñó «en pleno Terror». De nuevo se levanta, busca el informe de creación de la École Normale Supérieure, las escuelas de élite donde se forman los dirigentes galos, se sienta en el suelo y comienza a leer un pasaje del informe: «En Francia entendieron que el Antiguo Régimen solo puede ser barrido cuando a la aristocracia de la sangre la sustituye la aristocracia de la inteligencia».

El salón comienza a quedar en penumbra y la luz artificial se hace necesaria. La iluminación que incide más en la pared de los libros que el resto de la habitación.

Mientras habla de las diferentes escuelas de pensamiento político, recuerda las peculiaridades del ideario alemán o inglés frente al francés. Señala una diferencia esencial entre las islas y el continente: «La burguesía francesa asaltó el poder, la británica lo compró. Tras la Revolución Francesa, la dinámica del continente fue un enfrentamiento permanente entre revolución y contrarrevolución».

Una confrontación a escala europea en la que Alemania, producto tardío del nacionalismo del siglo XIX, tendió a alinearse en el bando de la contrarrevolución. Por ello Marx afirmó en 1846 que «los alemanes saben que deben vivir en su cabeza lo que los demás han vivido en la historia».

El salón, la luz, la tarde desapacible que se entrevé por la ventana abuhardillada de la habitación. Todo invita a hacer más preguntas, que continúan siendo contestadas con pacientes y eruditas explicaciones, quizá por eso de que es obligación enseñar al que no sabe.

El filósofo se adentra ahora en la tristeza de nuestro tiempo y sentencia: «Los problemas de Europa no se resuelven jamás. Se destruyó en la Gran Guerra. Después de la II Guerra Mundial fue el terreno de juego de las superpotencias y vivió en un espejismo de falsa riqueza. Europa es completamente improductiva pero tiene los mayores estándares de protección social de toda la historia de la humanidad. Terminada la Guerra Fría era evidente que eso se venía abajo, es imposible de sostener. Y la factura la vais a tener que pagar vosotros, amigo mío».

 

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