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El canto de una musulmana y otros cuadros del trayecto de Villaverde

Mira dentro de sí misma y sonríe. Su novio le intenta seducir con imágenes proyectadas en el teléfono, pero ella no piensa en pantallas. Solo las imágenes que profesa su garganta, extranjera y nativa al mismo tiempo, son dignas de su propia atención. Por las catacumbas de la capital madrileña se arrastra su vagón, lento y soporífero. Pero eso a ella poco le importa. Ella prefiere cantar con los ojos cerrados.

A la derecha, un hombre de origen magrebí confirma con su cara tensa la seriedad de su traje. Corbata gris, americana gris. Las manos, táctiles, acarician el móvil con rápidos movimientos. Ni siquiera se percata de que un veinteañero enfrente suya y armado con libreta y bolígrafo le mira y escribe una y otra vez. O quizás no le importa. Durante todo su camino solo le acompaña la electrónica.

Los viajeros se preparan para el metro. Foto: G.G
Los viajeros se preparan para el metro. Foto: G.G

Un grupo de africanos debaten en un parlamento improvisado al final del coche. Dialogan y discuten a partes iguales, aceptan las tesis del contrario o la rechazan enérgicamente con movimientos de cabeza. Sus voces mutan continuamente, de susurros a alaridos, de alaridos a carcajadas. De espaldas a todos, al final llegan a un consenso. Cierran la sesión en Legazpi y se lanzan a por la tarde.

Dos maletas de trabajo dialogan entre sí sobre el futuro. Tienen el mismo color, pero están cosidas de forma distinta. Una es mexicana, de cuero marrón, con multitud de bolsillos. Se abre de forma sonora y voluntariosa. La otra, española, es más pequeña y tiene un sobrio color negro. Intenta descubrirse, pero tiene una correa férrea, infranqueable por el momento. La marrón le zarandea, le pide algo más. Pero ella no responde a sus súplicas.

Miradas

Dentro de la maquinaria iluminada los ojos no suelen cruzarse, pero las miradas que se encuentran son épicas. A la izquierda una chica me lanza una ofensiva de cristal detrás de sus gafas. Ella sí me ha visto escribir (tal vez, incluso, me haya leído) y ahora me mira preocupada, como si fuera un enfermo mental dispuesto a desatarme en cualquier momento. Le respondo escribiendo de nuevo. No puede más, decide huir por la longitud de la tercera línea. Mientras se aleja sigo garabateando, pero ahora de forma frenética y con los ojos muy abiertos fijos en su espalda. Se que así lo habría querido ella.

Los palos se vuelven delicias, Lavapiés es Lavapiés. Han sido veinte minutos de trazados inconexos. Ya se acaba. Los viajeros de la Ciudad de los Ángeles son diezmados por las hordas al servicio del kilómetro cero. Literatura hecha cristal y monstruosos cascos que susurran y succionan cabezas eclipsan a los pocos supervivientes que se mantienen firmes en su descanso. Yo me tengo que ir ya, Sol grita y fuera me espera el resto de Madrilánea. La canción en árabe se queda dentro del vagón, pero me acompaña toda la tarde.

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