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Hasta que se acabe la gasolina

Rave en «El Monasterio» de Getafe, Madrid. Foto: Archivo
Rave en «El Monasterio» de Getafe, Madrid. Foto: Archivo

Sábado por la noche en las afueras de Madrid, casi en los límites fronterizos del norte. Un lugar casi desértico: suelo arenoso, escasa vegetación y sin indicio de civilización en los alrededores. No hay nada de luz, únicamente las que facilita el vehículo en un camino embarrado por las lluvias y de muy difícil tránsito. Aún así, hay varios grupos de gente andando con bolsas llenas de botellas de alcohol.

«Vosotros seguid el camino de los coches y llegaréis», dice uno de los caminantes.

Como bien dice el improvisado guía, se empieza a ver una fila de vehículos que aparentemente no va a ningún lado. Sin embargo, el rastro de los automóviles lleva a un sitio en el que hay una multitud de personas reunida en lo que parecen unas ruinas. Hay grandes altavoces con la música puesta a todo volumen, gente bailando y bebiendo. No es una discoteca,  no es una feria; es una rave.

Algunos jóvenes han hecho hogueras para luchar contra el frío. Otros simplemente beben alcohol cerca de sus coches. Y otros muchos disfrutan de la música en una estructura demolida en la que han improvisado una mesa de Dj con sus respectivos altavoces y una pista de baile. Al emplazamiento lo llaman «el búnker» (hay quien dice que se construyó durante la Guerra Civil española) y alberga desde hace varios años fiestas que no cuentan con la aprobación de ninguna institución. Simplemente llegan, plantan los equipos de sonido y comienza la juerga.

Al contrario que las discotecas convencionales, no hay que pagar ningún tipo de entrada y el acceso es libre a todo el mundo, incluso perros. Tampoco se venden copas, pero los mismos organizadores del evento venden latas de cerveza a un euro la unidad. No existe ninguna restricción sobre la vestimenta, aunque entre los fiesteros se aprecian dos estéticas comunes: punkies por un lado y rastafaris por otro. Tampoco hay ninguna limitación de edad para poder acudir. De hecho, algunos de los asistentes no parecen llegar ni a los dieciocho años. A su vez, no se ve a los típicos porteros ni agentes de seguridad.

«Yo llevo viniendo a raves casi toda mi vida y nunca he visto peleas», señala uno de los asistentes. «La gente va muy a su bola y solo quiere pasárselo bien. Eso sí, como alguien se meta en una pelea puede acabar muy mal. Hasta que llegue una ambulancia o la policía, a un tío le han podido dar la paliza de su vida», destaca.

A pesar de que no hay ningún tipo de alimentación eléctrica, la música suena atronadora como si de un concierto se tratase. Esto es gracias a que los altavoces y la cabina del Dj están conectados a un generador de electricidad portátil que funciona con gasolina. Un aparato que produce un sonido similar al de una motosierra, por lo que está colocado a varios metros del epicentro de la fiesta.

«Depende de la que quieras liar. Nuestro equipo de música es el “estándar” y alquilarlo cuesta cerca de los 150 euros, aunque los hay de hasta 600», afirma uno de los hombres que están tras la barra en la que se venden las cervezas. Añade que el generador no lo alquilan porque «no es rentable», ya que el que utilizan vale nuevo unos 170 euros, por lo que consideran una «buena inversión» comprarlo debido a la cantidad de veces que lo utilizan. «Antes hacíamos más raves, casi cada dos semanas. Ahora solemos organizar una al mes y siempre en lugares distintos», recalca el organizador.

La música es variada. Hasta las cuatro de la mañana el pinchadiscos pone drum and bass, un tipo de música electrónica, mezclado con reggae. A partir de esa hora, empieza a sonar el hardtek o, como muchos la denominan, música de rave. Un estilo musical que se caracteriza por ser, como su propio nombre indica, duro. «Es la música típica de estas fiestas. Es muy movida y evita que la peña se apalanque», expresa el Dj mientras sigue manejando los platos. «Llevo mucho tiempo “pinchando” y podría decir que soy más o menos conocido en este mundillo. Empecé colgando mis sesiones en internet y cuando mis amigos me invitaron a estos eventos no lo dudé. Pongo la música que me gusta y la gente disfruta con ello, no puedo pedir más», señala el músico que además no cobra nada por pinchar.

La fiesta dura hasta altas horas de la madrugada y mucho más. El ambiente es distendido, aparentemente hay buen rollo y no ha sucedido ningún tipo de pelea. En los alrededores, varias personas entran en sus coches durante unos minutos y salen con rostros que denotan más ganas de bailar. También hay quien aprovecha para hacer negocio vendiendo determinadas sustancias que amenizan la velada.

«Speed y tripis son las drogas que más se mete la gente en las raves», dice uno de los vendedores de este tipo de estupefacientes. «Son baratas y colocan mucho. La gente viene a este tipo de fiestas para gastarse poco dinero, por lo que no tendría sentido vender otras drogas que sean caras porque no las va a comprar nadie», indica el camello.

Tras más de ocho horas de fiesta y con el sol alzándose sobre el lugar, un joven va preguntando a los presentes si podrían aportar algo de dinero para el generador. La gasolina se está acabando, y con ello la rave. La gente no duda en aportar su pequeña contribución para que la juerga continúe. Algunos dan la calderilla que sobró tras una noche de excesos y otros hasta cinco euros. El recaudador ha conseguido reunir una cantidad cercana a los cincuenta euros. Coge su coche y vuelve aproximadamente una hora más tarde con varias garrafas de agua rellenas de gasolina. Aún queda mucha fiesta por delante.

Restos de una fiesta ilegal en Perales del Río, Madrid. Foto: José Alfonso
Restos de una fiesta ilegal en Perales del Río, Madrid. Foto: José Alfonso

Al poco tiempo de amanecer aparecen dos coches todoterreno de policía. La gente que está fuera del búnker los observa sorprendidos y muchos de ellos optan por volver al epicentro de la fiesta y escabullirse entre el tumulto. Los cuatro agentes se bajan de los vehículos y se dirigen a la zona donde se concentra la gente pero guardando cierta distancia. Se dan un breve paseo por el lugar, observan el panorama y vuelven a sus coches.

«Únicamente pasamos a ver que no haya incidentes y a decir que dejen todo recogido», afirma uno de los agentes. «Es cierto que no suele haber peleas pero nunca se sabe, la gente se excede mucho». A su vez, destaca que la policía poco puede hacer en este tipo de acontecimientos, ya que se concentra mucha gente y «se necesitarían muchos efectivos para desmantelarla».

A pesar de la irrupción de los policías, el festejo prosigue como si nada hubiese ocurrido. Pasadas las doce del mediodía, la mayoría empieza a desertar del búnker. Las hogueras se han apagado y apenas quedan unos pocos coches en el improvisado párking. Tras agotar la reserva de gasolina, el espectáculo se da por concluido. El Dj y sus compañeros comienzan a desmontar los cables y a guardar los equipos de música en sus grandes furgonetas. Creen que ha sido una de las raves a las que más gente ha acudido y han hecho una «buena caja» vendiendo cerveza. Esperan volver a repetir en no muchas semanas pero en otro inhóspito lugar de las fronteras madrileñas.

Aunque la juerga haya finalizado, hay personas que deciden quedarse en el lugar aprovechando el buen día (lo que se conoce como «el mañaneo») y para asegurarse de que no les pille ningún control policial volviendo a casa. «Si salimos pronto nos jugamos a que la policía nos esté esperando en las salidas a la carretera y nos haga el test de alcoholemia», expresa uno de los que sigue en el paraje cada vez más vacío de gente. «Muchos también se quedan durmiendo en el coche para que se les baje el pedo y puedan irse tranquilamente. Pero ahora con los test de drogas también te pueden “enmarronar”», expresa el fiestero.

Se acabó el espectáculo. La zona vuelve a quedar completamente abandonada. Aún quedan algunas bolsas de plástico y botellas de alcohol y refrescos en el suelo, pero bastante menos de lo que se podía esperar. El regreso a la civilización es mucho más sencillo, la luz del sol contribuye a ver el tedioso y embarrado camino que lleva a la autopista.

Rumbo a Madrid, la carretera está despejada como buen día de domingo. Sin embargo, a los pocos kilómetros de camino se observa una pequeña aglomeración de coches. Puede tratarse de un atasco debido a la gente que decide salir con su familia para disfrutar el último día de la semana. No, la Guardia Civil ha desplegado un control de alcoholemia y de estupefacientes. En el retén se observa a tres vehículos que habían estado en la rave. Es posible que la fiesta les salga más cara de lo que esperaban.

Libertad, música, diversión, descontrol y excesos se dan cita en los lugares más inimaginables, como en un búnker. Alternativas para quien no puede costearse una noche en los locales de ocio madrileños habituales, pero castigadas y perseguidas por las autoridades. Sin embargo, un lema prevalece entre los defensores de las raves: «Free party is not a crime».

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