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Poesía para coser el alma de Malasaña

Carlos Salem, poeta argentino, da comienzo a la Jam Session. Fotos: María Lozano

Los miércoles por la noche la poesía en Aleatorio se despacha en raciones de cinco minutos por participante. Es la única libertad que en este local se coarta, la del tiempo. Barra libre para el resto. Se dice todo lo que la vergüenza normalmente calla, previa inscripción en una lista abierta al público, custodiada por Carlos Salem, poeta argentino que organiza la Jam Session (sesión de micro abierto). Fue él quien decidió hace más de once años emprender esta aventura poética en el 7 de la calle Ruiz en Malasaña.

El poeta anónimo se cuida de no errar el directo en el tiempo en que se prolonga su intervención para no perder la oportunidad de ganar el premio que se entrega al término de la sesión: un chupito y «una larga racha sin follar», dicen las malas lenguas. Tras cada actuación no falta el aplauso sincero del público que reconoce el ingenio y la ligereza de la pluma de quien llora las vísceras en verso.

Desde las nueve de la noche hasta el cierre el desfile ininterrumpido de artistas puede empachar; al poeta siempre le ha costado mantener la conversación en pausa. A veces el silencio se rompe para disgusto de Salem. «Aquí se viene a escuchar, permítanme decirles que se callen». Su acento de nicotina y sal, áspero y rugoso, subraya la reprimenda.

La sala es pequeña; no el talento, que es inmenso. Un foco apunta en la dirección del orador, el resto del bar se sume en una relativa oscuridad. Se pierde así la noción del tiempo en esa vorágine de versos y cerveza que se sirve al precio de 2,50 euros el tercio. En esa atmósfera el alcohol no pasa factura, prueba de ello es la lucidez en el habla de los oradores.

Un hombre de avanzada edad se olvida del recato, sondea al público con la posibilidad de recitar en calzoncillos y, al no percibir en los rostros de los asistentes muestra alguna de negación, consuma la fechoría. Su mejor vestido es de color carne y no cubre el invierno. Durante su intervención no deja a nadie indiferente: «Edificios custodiados por leones donde se blanquea el terrorismo de escaño y turno de palabra, donde se entra con coleta y se sale con corbata». Hablar de política en paños menores como metáfora.

Una mujer lee uno de sus poemas durante los cinco minutos de su intervención

En este bar el orgasmo literario está garantizado. «Todos los que estamos aquí no tenemos ningún polvo planeado para esta noche, por eso venimos, para colmarnos de literatura», comenta un Salem irónico mientras prende la mecha de uno de sus poemas escrito en braile, porque precisa del tacto. «La poesía es una pregunta que se responde al tocarte, por eso te escribo todo el tiempo, con tantas tintas, por todas partes».

Presa del nerviosismo, un chico que no pasa de los 20 se sonroja cuando Salem pronuncia su nombre. Enfila el recorrido desde su posición hasta el lugar donde el micrófono descansa con paso ligero, titubea y dispara:

No puedo escribir sobre lo que no he vivido,

no te conocí abuelo.

Hablará de ti la niña que dejaste a los nueve años,

hablará la hija que hoy es madre.

No te puedo escribir desde la memoria de otros.

Puedo verte en el dolor de los ojos

que no se cansan de llorarte.

Puedo verte en las pestañas ausentes de la mujer

que te revive cada noche.

No sé escribir si no es desde el recuerdo.

Lo siento.

Si la poesía es el remiendo del alma, este bar es taller de costura. Es trinchera y casa. Aquí se habla desde la quema de Troya a las ventajas de comer berberechos. Hay quien prefiere al amor el despecho. Es este, el desamor, el motivo principal de las actuaciones. «Las lágrimas deben regar las flores, olvidé que la sal hace que mueran», narra un joven al que las arrugas le encanecen los años y «Poeta en Nueva York» de Federico García Lorca le ha inspirado. Las letras fluyen cuando duelen.

Del fondo del local, al término del evento, una mujer de mediana edad se apresura por llegar al micrófono. Su respiración atropellada contrasta con un tono de voz de mar, de lluvia de final de otoño. Ella no es una chica al uso, de esas que esconden sus cicatrices con maquillaje, ella las exhibe a modo de declaración de intenciones:

No me gusta el maquillaje, no me gusta dejar huella.

Las tazas de café y los vasos siempre medio vacíos.

Siempre tan de cristal por todas partes.

No los utilizo,

no me gusta dejar sentencia de que estuve.

No me gusta la marca de carmín en su abismo.

No me gusta que lo sepan, que me sepan.  

Dicen que lo que aquí se hace es poesía contemporánea, como si el arte de los Benavente y Escandar, escritores que en Madrid gozan de cierta popularidad,  soportara esa carga. La poesía no tiene nombre ni dueño, por más que duela el pensar que no habrá otro Lorca ni nadie que le pueda hacer sombra. La poesía es de quien le mire a los ojos. Y eso en este bar, en la espina dorsal de la cultura madrileña, Malasaña, se aprende a golpe de versos… y de cerveza.

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