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Vecinos espantados por cocinas fantasma reclaman que estos negocios se alejen de zonas residenciales

Huelen. Suenan. Molestan. Residentes exigen que los fogones industriales abandonen sus hogares

Carteles pegados por vecinos en la fachada posterior de una cocina fantasma | Andrés Gerlotti Slusnys

En aplicaciones de comida a domicilio como Glovo o Uber Eats se puede pedir platos de restaurantes que no existen. Que no son locales comerciales de esos en los que cualquiera puede sentarse en una mesa y ordenar, sino establecimientos en los que se preparan alimentos y se empacan para que algún repartidor los lleve a otro lugar; cocinas fantasma que son odiadas por aquellos quienes viven próximos a ellas.

La cocina de la calle Zabaleta, en el barrio de Prosperidad, es una de las grandes. Allí operan distintas marcas; pizza italiana, sushi japonés y burrito mexicano provienen del mismo fogón. Como cualquier viernes a las ocho de la noche, el sitio bulle de actividad. Una treintena de riders se concentra en la entrada. Unos se desplazan en bicicleta y otros en moto. Debe haber un problema logístico, porque son más los repartidores que llegan a buscar encargos que los que se van con ellos. Uno de ellos estima que el auge de la demanda de la clientela se debe a una nueva promoción en las aplicaciones. Los pocos puestos de aparcamiento en la calle se llenan y comienzan a estacionar en las aceras.

Frente al local, una señora sale de su residencia y le indica con irritación a un ciclomensajero apoyado en la pared que baje el pie porque han pintado la fachada recientemente. «¿O vas a pagar tú lo que le cuesta a la comunidad volver a pintarla?», le pregunta con hartazgo e ironía. Inmediatamente sale otra mujer con un perro del mismo portal, pero no puede pasear a la mascota por la estrecha acera y se ve obligada a bajar a la calle porque bicis y motos interrumpen la circulación peatonal. Antes de doblar en la esquina, la mujer grita a los repartidores que quiten los vehículos de allí, que respeten a los vecinos, pero ninguno se da por aludido y continúan charlando y riendo entre ellos, apoyados en los coches mientras esperan por los pedidos que tardan en salir. Al rato, la mujer del perro regresa. Se da cuenta de que nadie le ha hecho caso y vuelve a alzar la voz para anunciar que va a llamar a la policía. Indignada, saca su móvil y comienza a hacer fotos de las matrículas de las motocicletas. «Va a llamar a la policía», avisa uno de los riders. Hacen correr la voz entre ellos. «Están llamando a la policía», repite otro. Y en cuestión de segundos, logran organizar las motos en el asfalto para evitar las multas por infracción.

No han transcurrido cinco minutos y nuevos repartidores llegan, pero es difícil mantener el orden. Como no hay puesto y tampoco han oído la advertencia, vuelven a obstruir la vereda. Creen que la recogida será un trámite veloz y que incomodarán el menor tiempo posible. Pero se equivocan. Un hombre en un coche toca bocina porque una motocicleta con un bolso de Glovo está aparcada frente a su garaje, impidiendo el paso, pero el dueño de la moto no se entera sino hasta varios bocinazos y gritos después. Estaba hablando con otros colegas, distraído. Cuando por fin mueve su vehículo, el automóvil puede entrar al estacionamiento y el tráfico en esa calle de un solo carril, que se había saturado, vuelve a fluir.

La cocina abre a las ocho de la mañana y cierra a las dos de la noche. Todos los días. Y los vecinos deben aguantar el ajetreo hasta en días de descanso. Especialmente en días de descanso, que es cuando la gente es más propensa a pedir comida a domicilio. Quienes residen cerca están hartos de tener que lidiar con esa realidad. Quieren hacerse oír; en algunos balcones exhiben carteles en los que exigen el cierre de las cocinas industriales en zonas residenciales —que no son pocas en Madrid—, pero parece que nadie escucha porque las cocinas llevan funcionando años con anuencia del Ayuntamiento.

Es una tarea difícil y desgastante la de las asociaciones vecinales, pero saben que no imposible clausurar las cocinas y vivir con mayor tranquilidad. En septiembre, doce de estas cocinas industriales tuvieron que cerrar después de que una sentencia judicial revocara las licencias para operar en zonas residenciales. Pero todavía funcionan alrededor de 30 en toda la ciudad. La última cuya licencia fue revocada por no cumplir con los requisitos legales, se ubicaba junto al CEIP Miguel de Unamuno. Pero la cocina no cerró, solo cambió de lugar. Ahora se encuentra en la calle del paseo imperial 8. Por eso los vecinos, al ver que la zona sigue sumando locales de este tipo, se manifestaron este jueves 14 de diciembre para exigir que las dark kitchen se alejen de los hogares y se instalen en sectores industriales.

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