Vida y muerte del celuloide
La industria del cine devora a sus hijos en la pantalla y detrás de ella. The Artist fue una de las últimas películas que proyectó Sergio en los cines Ideal. Mientras en la pantalla el cine sonoro dejaba en el banquillo al protagonista de la película, Sergio se enteraba de que la tecnología digital le había reemplazado. El resultado en ambos casos es el mismo: miles de rollos de celuloide inservibles que bien podrían usarse (como ocurre en el filme) para prender fuego a su carrera.
Los cines Yelmo avanzan más deprisa que su competencia. En su interior una pantalla vende entradas 3 veces más rápido que la taquillera del fondo y un rótulo rojo anuncia que son los primeros en dar películas 3D en versión original. Pero su última novedad aún no se anuncia en el hall de la entrada: los cines Yelmo también serán pioneros en incorporar una tecnología 100% digital. Por eso ya no necesitan a Sergio.
Sergio llevaba 14 años siendo operador de cabina en los cines Yelmo Ideal. «Sabíamos que la era digital estaba llegando. El problema es que nos han despedido de la noche a la mañana porque dicen que ya no hacemos falta».
A las 5 de la mañana del sábado pasado, patronal y trabajadores llegaron a un acuerdo: Sergio ya no será proyeccionista, sino «responsable técnico de proyección digital» y su trabajo a partir de ahora se reducirá a funciones de mantenimiento y gerencia. «La tecnología ha matado a la artesanía del operador de cabina. Antes era todo mucho más bonito, veías el fotograma bajar a trasluz y te ilusionaba. Ahora es todo mucho más frío», dice Sergio.
Los empleados de los cines Yelmo se jugaban estos días más que sus propios puestos. La tecnología digital llevaba amenazando con llegar desde el año 2006. En Estados Unidos ya no existen operadores de cabina y en España puede ocurrir lo mismo: «nos preocupaba crear un precedente. Si caíamos no solo caíamos nosotros, también los operadoras de las otras empresas. Teníamos que proteger nuestro oficio. Teníamos que proteger a la industria del cine».
Lo mismo piensa Alberto. Fue proyeccionista en el cine Rex, el Gran Vía, y en los Minicines Fuencarral en los 90. Allí donde soñó con ser Toto en Cinema Paradiso ahora se venden hamburguesas y en el lugar donde se emocionó con Mía Farrow hay rebajas a un 70% en la tienda sueca H&M.
Desde que el entonces alcalde de Madrid, Alberto Ruíz Gallardón modificó el Plan General de Reordenación Urbana en 2005, la Gran Vía pasó de tener 13 cines a tres. El Plan General dice que «es obligatorio mantener el uso de los cines porque se considera una actividad prioritaria para la vida cultural de la ciudad». Sin embargo, la modificación permitía dar un uso comercial a las salas. «Cada vez que paso por un cine como el Río, o el Bristol en Vallecas, que es mi barrio, están cerrados y abandonados», dice Alberto.
El cine Azul era en 1970 el más cómodo de Madrid. Cerró 2005, y desde el 2007 es un restaurante de comida rápida. El Bogart echó el cierre en 2003 y no se supo nada de él hasta que en el 2006 se convirtió en hogar de 30 okupas que luchaban contra la especulación inmobiliaria. Las lámparas de araña del cine Avenida ya no iluminan grandes estrellas, sino montones de jerseys y maniquís inanimados desde que en el 2007 la cadena H&M compró el edificio. El cine Pompeya ahora es un hotel lleno de viajeros en tránsito. Y así con muchos otros.
Algunos han tenido mejor suerte: el cine Palacio de la Música fue considerado el mejor edificio madrileño en los años 30. Ante las protestas vecinales el Ayuntamiento no ha consentido su transformación en centro comercial. En mayo de 2008 fue comprado por Caja Madrid para convertirlo en sala de conciertos, pero si la crisis del grupo financiero Bankia sigue su curso natural, podría acabar teniendo la misma suerte.
El cine lleva cambiando casi desde que se inventó. Según cuentan el crítico de cine Pascual Cebollada y la periodista Mari G. Santa Eulalia en el libro «Madrid y el cine», la primera proyección en Madrid se celebró en 1896 en los bajos del hotel Rusia, en la Carrera de San Jerónimo. Los hermanos Lumière (inventores del cinematógrafo), mandaron un proyeccionista. Era una sala acondicionada. Al principio el cine se veía en lugares incómodos. Primero fueron las barracas de madera con techo de lona. Luego se acondicionaron grandes salas donde organilleros y orquestas tocaban en vivo. Hacia los setenta surgieron los cines de arte y ensayo, con películas en versión original. Luego las grandes salas fueron cambiando a otras más pequeñas. Más tarde volvieron a ser grandes y se trasladaron a las afueras de las ciudades: habían llegado los multicines. Y esta es la era de lo digital. Sin embargo, Alberto prefiere seguir recordando. «Uno de los mejores momentos de mi vida fue el primer día que trabajé de proyeccionista. Por eso desde hace mucho tiempo se me cae el alma a los pies. ¿Sabes lo más triste? Que en realidad a casi nadie le importa ya».