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Cincuenta años de misión

Imagen de Ecuador. Por Patrick M. Moore

«Si no se tomara la vida como una misión, dejaría de ser vida para convertirse en infierno». (Leon Tolstoi)

«Uno se queda la noche ahí sentado y se siente tan pleno y tan a gusto… Además, la Pascua coincide con la luna llena. Los árboles, las sombras, el silencio bestial que duele y, a veces, una sinfonía de culebras y sapos… Hay que vivirlo». El Hermano Pablo —sus ojos fijos no viajan; sus palabras sí— no considera un sacrificio llevar de misión en América 20 años. Antes, le gusta aclarar que solo es «un mimado de Dios», alguien que simplemente acepta los regalos que el Señor le ofrece. Ya tiene acento sudamericano y ya ha adaptado el lenguaje de allá. Ahora se ha visto obligado a volver a España un mes y medio para tratar una úlcera y, ya de paso, «enriquecerse con el cariño de la gente». Esta noche tiene que enclaustrarse pronto y hacer la maleta. Sin embargo, consigo hablar con él; justo un día antes de su vuelta a Ecuador. No se dormirá sin contarme su historia. La historia de una entrega sin reservas a Dios desde hace cincuenta años. España ya no es su casa. Ahora lo es la ciudad montañosa de Quito, donde «los paisajes son lindos» y donde se disfrutan unas magníficas puestas de sol. Los recuerdos le hacen sonreir.

Pablo nació en Santa Cecilia (Burgos) hace 61 años y medio. Su padre, labrador, le inculcó el amor por la vida en el pueblo, pero Pablo decidió dejarlo todo y entregarse a Dios en otras latitudes. Y por eso, con 11 años y tres meses se fue de casa. Dirección al seminario. Sus padres, al recibir la noticia, la aceptaron y le dejaron la puerta abierta. Por si volvía. Sin embargo, Pablo no solo no volvió, sino que se convirtió en un trotamundos. Su destino le llevó después a Pozo del Tío Raimundo, Vallecas (donde estuvo dos años), a Navaluenga (Ávila), a Valladolid y a Gavá (un pueblo obrero de Barcelona). Más tarde, su misión le envió siete años a México y 13 a Ecuador. Por Moratalaz solo pasa a ratos. En este barrio se encuentra el Colegio Sagrada Familia, un lugar de referencia para todos los miembros españoles de la congregación.

Pablo lleva 44 años como Hermano. Y solo uno como sacerdote. Sin embargo, no lleva ni hábito ni sotana. Su entrega la viste más con los ojos y con la sonrisa, rodeada de una barba canosa de misionero.

—No es ningún sacrificio irme. Gozo y estoy encantado de escribir allá el libro de la vida— dice

—Cuando vuelve aquí, ¿qué siente? ¿El choque es muy fuerte?— le pregunto

Vengo aquí y me considero extranjero. Uno está en casa de nadie

—¿Qué diferencias observa entre las dos culturas?

—Aquí gastamos el dinero de forma indolente. Además allí saben recibir la realidad con paciencia. Saben esperar. Y la gente se saluda mucho porque la persona cuenta.

Me cuenta una anécdota. Caminaba con dos monjas a través de la selva. Mientras enfilaban un sendero, una de ellas gritó una especie de sonido animal: «¡Ujú!». Cada cierta distancia, la monja volvía a emitir dicho grito. Mientras, alguien desde los árboles respondía con idéntica entonación: «¡Ujú!». Pablo alucinaba. La monja le explicó el sentido: «Es un saludo. Es un ‘sabes que estoy’». Tras escuchar la anécdota no entendí nada. Sin embargo, poco después me percaté de toda la importancia que encerraba. Tenía mucho que ver con el «aprender a ser útil en todo», lo que me había explicado el Hermano Pablo unos momentos antes. Aquel «¡Ujú!» no era un saludo al vacío; era un signo de presencia, un ofrecimiento de ayuda desinteresada a… quien se hallara entre los árboles, en aquella espesura, en aquel corazón de las tinieblas. Inmediatamente pensé en el peligro que supone para nuestra cultura el llamar la atención en determinadas situaciones. ¿Se imaginan al maestro salsero de Apocalypse Now (Jay) anunciando su presencia en mitad de la selva? ¿Se imaginan a Sherman, de La Hoguera de las Vanidades —quizás Nueva York sea la segunda selva del mundo, después de la amazónica—, llamando la atención en Harlem a altas horas de la madrugada? En la selva de verdad, la de los árboles, anunciar que uno existe es una cortesía. En otros lugares es una temeridad. ¿No son acaso la libertad y la naturaleza humana ambivalentes? Algunos pueden considerar la espesura de la selva como «el horror». Otros, como Pablo, lo estiman como un honor. Lo sabemos: no todo está perdido.

Una misión de altura

Pablo se asentó en la Amazonía, aunque más tarde se desplazó hacia el interior del país (concretamente a Lago Agrio). Después se fue a Quito, donde reside actualmente junto al Hermano David. En la capital, a 2.800 metros de altura, estos dos religiosos forman a los jóvenes —ahora son cinco— que aspiran a ser miembros de la Comunidad. En Ecuador, la Sagrada Familia dirige tres colegios (aunque dos de ellos son propiedad de la diócesis) y un seminario. El centro educativo SAFA de Ambato tiene 300 alumnos.

El proyecto viene de lejos. Los Hermanos de la SAFA viajaron a Ecuador en 1965. Llegaron procedentes de Colombia, donde fueron «expulsados» por no respetar a los caciques del lugar. Se encontraron con que Ecuador es un territorio que alberga poblaciones muy dispersas, cada una con un puñado de unas 15 familias. Pablo sabe lo que es abandonar una avioneta, recorrer en solitario el margen de un río y tomar contacto con cada una de estas poblaciones humanas totalmente desconocidas para él. «Cuanto más sencillos son los poblados más receptivos son», dice.

Según explica, la Iglesia Católica es la que «abre el camino» en este tipo de lugares. Muchas veces se encuentran con que en algunos de ellos todavía se vive de forma primitiva. Los protestantes o los mormones casi siempre van detrás, habitualmente ofreciendo regalos a cambio de asistir a uno de sus ritos. Un kilo de arroz por una lectura de la palabra. Pablo se desconcierta cuando a la salida de misa algunos le piden una recompensa. Ellos se desconciertan aún más cuando Pablo muestra sus manos vacías. «No tienen definido su punto de fe».

Una de las técnicas de desarrollo que Pablo ha utilizado últimamente es el «microcrédito», según reconoce. Ha llegado a prestar hasta 100 dólares. Y siempre se lo devuelven. Saben que si uno falla, el Hermano Pablo no volverá a conceder más créditos a nadie. O por lo menos eso es lo que él advierte.

Ahora, sentados en un pequeño cuarto del Colegio Sagrada Familia, intento imaginármelo sentado entre los árboles, entre una sinfonía de sapos y culebras. Sus frases hechizan con un plácido tono de voz: «Uno piensa: ¿de qué nos quejamos aquí? Qué afortunado soy…». Su melodía embelesa. Nos despedimos y me bendice.

—«Nosotros solo somos el biberón. Lo que hay dentro, el alimento, ése es Dios».

Le deseo buen viaje y salgo a las calles de Moratalaz algo confundido: había pasado varias horas en la selva, en «el honor» de la selva. De pronto, los edificios de ladrillo, las aceras y las farolas de autopista me parecen Hollywood. «Allí palpas más a la gente», me había comentado Pablo. Tengo ganas de saludar a cada persona que se cruza en mi camino, soltar un «hola» a cada una de esas miradas fugaces que como yo, pasan por ahí en ese preciso momento y lugar. Ahora Pablo estará rezando. Enclaustrado, en mitad de su Hollywood donde la mayoría solo ve rutinas de ladrillo. Y él, feliz de cumplir su misión.

 

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