Ficciones

GR11: La ruta de la reconciliación

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Había que escapar y no hay mejor forma de hacerlo que a media noche, en un autobús hacia el extremo de los Pirineos en el cantábrico. No dormimos nada: el autobús tardó 6 horas en llegar a Irún y ahí había que darse prisa para no perder el que nos llevaría hasta Fuenterrabía, pueblo costero de Guipúzcoa. Tomamos el que iba a ser nuestro último desayuno caliente en un mes mientras nos despedimos del mar y con el paso firme pero lento nos adentramos en las montañas.

Prometimos meternos de lleno en la aventura. No habría en nuestro viaje hostales o restaurantes: dormiríamos en una pequeña tienda de campaña que llevábamos con nosotros, junto con comida envasada al vacío y un hornillo para poder cocinarla. Como está prohibido acampar en la mayoría de las zonas, nos despertaríamos al alba para evitar que la Guardia Civil nos levantase de malas maneras.

Pie tras pie subimos por las laderas pirenaicas, guiándonos gracias a las marcas rojas y blancas que indican el camino de la GR11. Al principio era fácil, no hacían falta los mapas e incluso era mejor no acudir a ellos para no saber cuantos metros subíamos o bajábamos. Rodeados de alcornoques en las zonas altas, y de maleza en las bajas, el clima templado nos acompañó durante los primeros días. Elizondo, Sorogain, Otsabia… todos los pueblos navarros tenían ese aspecto colonial por el que parece que no pasa el tiempo. Te da la sensación de que las flores llevan siglos aguantando el tirón para seguir decorando las verjas de las grandes mansiones. La mente se quedaba blanco, ya no nos preocupaba la crisis económica, no nos importaban los resultados en la universidad, se nos olvidó la ansiedad que habíamos venido a perder y nuestra preocupación durante la mayor parte de los días eran los pequeños caballos que pastaban por las montañas, ya que nos enteramos que muchos de ellos acabarían en el plato de algún francés con apetito voraz.

Pero poco a poco el cansancio se fue acumulando, los pies se quejaban y los músculos intentaban retorcerse. Cuando pensábamos que llegábamos a las etapas tranquilas, la lluvia se convirtió en nuestra compañera de viaje. Fue cogiendo fuerza hasta impedirnos ver las señales. Los minúsculos caminos que se habrían paso entre la alta hierba quedaron sepultados en el manto de agua. En una de las etapas, empapados y a punto de acampar en mitad de ningún sitio, la suerte se puso de nuestro lado. Un grupo de seis catalanes y Pepo, su perro, se tropezó con nosotros: dos de ellos eran ingenieros de montes. Fue como si el sendero se iluminase. Estos montañeros aparecieron para quedarse, nos acompañaron el resto de viaje. Supongo que sus cabezas venían cargadas con los mismos pensamientos que las nuestras, en ninguna conversación se habló de nada que no fuesen las montañas, las plantas, que íbamos a comer ese día o quién tenía el mejor mapa.

Los Pirineos navarros se quedaron atrás con todos los malos pensamientos que habíamos traído con nosotros. Aragón se presentó entre raíces y piedra: el agua bajaba en forma de ríos y el sol nos daba de lleno en la cara. Ahora las etapas eran más cortas pero tardábamos más tiempo en recorrerlas. Mostraban su carácter duro. Intentamos aguantar, pero no lo conseguimos todos: las rocas pirenaicas de Emcamp y Arinsol acabaron con las zarpas de Pepo y con mi tobillo derecho. Nos resistimos a abandonar, volver a la realidad española no era plato de buen gusto, pero al pensar que tenía que subir 1500 metros al día siguiente me hizo acudir al pueblo más cercano y volver a Madrid con la cabeza baja y la mirada pérdida, pensando en la tranquilidad de esta ruta y en el baño que no iba a darme en el mar Mediterráneo.

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