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Viaje con Silencio

Si de Madrid al cielo, Ventas es la puerta. Cuando sales de la estación de metro, mientras subes las escaleras, te espera el azul. Plomizo los días de lluvia y resplandeciente los de sol. La plaza de Ventas es un hervidero de gente de cientos de nacionalidades. Hacen fotografías y miran curiosos el edificio, sin saber que se llama Las Ventas porque en el siglo XIX, antes de que empezaran las obras para crear una de las mayores plazas de toros del mundo, la zona la ocupaba un mercado.

La bajada al metro deja atrás el ruido, el aire puro – lo más puro que se pueda uno imaginar cuando se está al lado de la M30 – y el día. Dentro de la estación, vacío. El silencio del vestíbulo solo lo rompe un tímido «billete por favor» implorado por un turista en la taquilla. Ni siquiera el torno pita cuando paso el abono por la máquina. Yo, acostumbrada a ir con los auriculares a tope y el iPod de compañero incondicional.

Pero esta vez, el silencio es en mi compañero de viaje y me persigue hasta el andén. Antes, se para conmigo para que los revisores comprueben que no me he colado. Lo cierto es que cada vez hay más controles de este tipo, no sólo en la Línea 2 que hoy me lleva de Ventas hasta Sol. Cuando llegué a Madrid hace cinco años, el billete sencillo costaba 0’75 céntimos, fuera a donde fuera. Ahora, es un euro y medio para un número de estaciones. Si lo pasas, tienes que pagar 10 céntimos más por cada parada que sumes a tu recorrido.

Normal que la gente se cuele. Ya es por rebeldía.

El metro llena con su estruendo la estación, y subo como una autómata más. El silencio, conmigo. En el vagón hay una veintena de personas, dos e-books, un libro de papel y 10 móviles. Cuando llegamos a Manuel Becerra, me doy cuenta de que tengo una admiradora. Una señora de unos 50 años, rubia, con flequillo despeinado y ojos maquillados de azul me mira atenta.

—¿Qué escribes ahí?

Su pregunta me sobresalta y murmullo que algo para la universidad. Se da por satisfecha con mi respuesta, y sigue mirándome curiosa hasta que llegamos a Retiro. Se levanta de su asiento y se baja. Una mujer menos, cinco personas más.

La gente no se mira a los ojos cuando sube al metro. No sé si buscan asientos o céntimos en el suelo anaranjado del vagón. Pienso que debió ser muy triste cuando estallaron las bombas en el 11M. Probablemente, la gente no sabría quien era el que moría a su lado. Ni de qué color tenía los ojos.

Vagón
Vagón de metro. Con Silencio. Foto: E.B

Una conversación, la segunda desde que empecé mi viaje por el suburbano, me saca de mis pensamientos tristes. Es una chica delgada, ni alta ni baja, con grandes dientes blancos y una nariz pequeña.

—Se le ha quedado la maleta atrapada a una mujer (…) Mañana voy a ir en taxi, no me sale a cuentas coger el tren.

Su conversación se va con ella y su teléfono móvil en Banco de España. El silencio vuelve a saludarme. No puedo entender cómo, en un vagón repleto de gente, nadie habla. No hablan la familia de guiris que miran el mapa del metro temerosos de haberse equivocado de línea. Tampoco los compañeros de trabajo hastiados que se agarran a la barra amarilla como si fuera lo único que les mantiene vivos.

He llegado a Sol. He llegado en silencio, levantando alguna mirada curiosa porque voy de pie escribiendo en una libreta amarillo chillón. Pero salvo una señora, nadie me ha preguntado. ¿Sería el vagón de los cobardes? Echo de menos haberme cruzado algún niño pequeño. Esos que siempre preguntan todo sin parar.

Hemos quedado en el kilómetro 0. Curioso destino cuando la próxima semana el contador vuelve a 0. «A 0’5», diría LP. «A 0’5 está el Madrid de un doblete este año, y de momento sirve de poco», le diría yo.

Pienso que el viaje no ha sido diferente. Ha sido uno más en el metro. Tampoco me ha cambiado la vida, no me ha pasado nada maravilloso. Un trámite más.

Y entonces, cuando pongo mi pie en el KM0 para hacerle una foto a la conquista, pasa un chico. No parece muy cuerdo, mira al vacío como si no pasease por Madrid. Como si hubiera borrado a la ciudad y a sus habitantes. Va vestido de blanco y cantando. Canta «pero la vida a veces te sorprende».

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