Chamberí

El afilador, una profesión con pasado y sin futuro

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Juan Alonso, de 42 años, lleva 15 recorriendo las calles de Madrid con su moto al grito de: “¡Afiladoooor!”. Hace unas décadas era habitual escuchar esta palabra seguida del sonido del chiflo, una especie de flauta de pan hecha de cañas o plástico que caracteriza a la  profesión. Sin embargo, cuesta mucho encontrarles y su melodía suena ya a morriña.

Comenzó en la Sierra de Madrid y, poco a poco, fue desplazándose hacia el centro de la ciudad. Actualmente, es autónomo, y cuenta con una clientela más o menos fija que le permite ganar lo suficiente para vivir, «aunque no con desahogo», explica. Suele cobrar dos o tres euros por cuchillo afilado, «un precio bastante razonable comparado con otros». Es una profesión que pasa de generación en generación. Su padre fue quien le enseñó todo lo que hay que saber sobre el arte de afilar cuando era niño.

El origen de este oficio artesano es gallego, concretamente de Orense, por eso mismo la ciudad es conocida por ser «Terra de Chispas», debido a los centelleos que salían de la rueda al afilar los utensilios de corte. Estos comerciantes ambulantes -o amoladores- se trasladaban por los pueblos de casa en casa con su rueda de afilar o de Liñares, por el nombre del pueblo de la Ribeira Sacra que las fabricaba. Viajaban durante meses por todas las localidades afilando los utensilios que los vecinos tenían en sus casas.

Durante décadas, los afiladores salieron de Galicia recorriendo España para ganarse la vida y dar a conocer su trabajo. Primero, lo hicieron a pie llevando a cuestas la rueda de afilar; más tarde, arrastrándola con un carro de madera.

Estos artesanos frotaban una plancha de hierro sobre la rueda mientras giraba, provocando un sonido muy estridente para avisar de su presencia a los vecinos, que al oír la melodía bajaban de sus hogares. Ahora, ese reclamo ya no es el mismo y utilizan el chiflo.

El paso de lo años ha ido transformado esta actividad, experimentando grandes avances. Los carros tradicionales pasaron a convertirse en bicicletas, motocicletas o incluso, furgonetas adaptadas.

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Imagen de un afilador trabajando en la calle

No solo la forma de realizar la actividad ha cambiado, también los clientes. «La mayor parte son pescaderías, carnicerías y restaurantes de diferentes barrios con los que tengo un cita más o menos mensual, mientras que cuando comencé a trabajar solo lo hacía en un mismo barrio y con personas particulares».

El nacimiento de tiendas que proporcionan los mismos servicios, también ha perjudicado en gran medida la actividad. «No son personas especializadas, pero para la gente es mucho más fácil acudir a estos lugares cuando lo necesitan que estar esperando a que aparezcamos». Además, «vivimos en una sociedad de consumo y la mayoría ve innecesario afilar los utensilios, ya que compensa comprar otros nuevos».

Pero el mayor obstáculo con el que se encuentra la actividad es que no hay un relevo generacional. Mientras que muchos de ellos se jubilan, pocos son los que deciden dedicarse a este oficio tan duro y, actualmente, tan inusual. Según datos del Instituto Nacional de Estadística, en 1929, el número de afiladores en Madrid era de 80, de los cuales nueve se encontraban solo en el barrio de Chamberí.

Juan cree que es una profesión que tiende a desaparecer y, aunque le gustaría poder enseñársela a sus hijos, afirma que no es un negocio rentable. Hoy en día, hay «mejores formas de ganarse la vida y los jóvenes ya no quieren ser afiladores, lo ven como algo anticuado y poco gratificante».

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