Ficciones

Madrid sonoro

La ciudad brama en una batahola de bocinas. Los automóviles vocean un desorden desagradable. Una mujer ahoga un grito ante el frenazo resignado de un coche tan viejo que tose por el tubo de escape. “¿Es que no ve que el semáforo está piando?”. Nada nuevo en la melodía urbana. Lo observa todo desde una parada inundada por las oleadas de quejas que llegan desde el resignado asfalto. El autobús bufa a su llegada y detiene su avance con un resoplido. Tamborilea el metal con una mano en busca del chasquido que haga pitar la idea. La pareja de enfrente ruge con un bostezo de padres primerizos, mientras el niño agita el sonajero en total disonancia. Una señora colosal se acomoda a su lado y el asiento se desgañita en un crujir de plásticos que no saben a quién reclamar por el alevoso sobrepeso. Un grupo de colegiales estalla en carcajadas mientras la afrentada casteñetea entre dientes mil improperios asfixiados. El autobús zumba en solitario lejos de la estruendosa calle principal. Se acerca su destino y presiona el timbre que hace restañar la campana de aviso al conductor. No ha zapateado con los dos pies el suelo cuando sus ojos escuchan sin querer el cadencioso compás que marcan dos armoniosas piernas con dueña por identificar. Quiere silbar pero le abuchea la conciencia. Por detrás se acercan tintineando las patas de un perro que ladra, aúlla, alborota, como si fuera dueño de ese atronador desconcierto. Barrita su resfriado en un pañuelo y se refugia de la ensordecedora algarabía en los auriculares. El silencio se hace ciudad y Miles Davis susurra una especie de azul.

Foto: Peter Buitelaar

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