El inalcanzable «Maestro de Vida»
Sus manos acarician el papel
mientras que sus pensamientos
se transportan a lo vivido.
Sus finos dedos
expresan con delicados movimientos
cada palabra entintada en aquel cuaderno.
Su mirada me inquieta,
es profunda como el abismo,
llena de historia,
cargada de magnetismo.
Sus ojos irradian electricidad,
me provocan una corriente eléctrica
cada vez que le siento cerca.
Le sonrío.
La descarga me produce temblores.
Mi mirada le busca.
Le encuentro,
pero sus ojos se me escapan, me rehúyen,
salen corriendo.
Quizá sus anteojos
actúan como barrera
impidiendo la transmisión de mi transparente sentimiento,
o, simplemente,
no ha deparado en mi galvánica conmoción.
Pero su etéreo ser,
llena todo el espacio que me rodea,
acompañándome de manera invisible,
a cada lugar,
sintiendo desde lo más lejos su calor.
Cada palabra que sale de su boca
es precisa, exacta,
como el reloj que marca la hora de nuestro reencuentro.
Sus canosos y lacios cabellos
recogen la sabiduría y experiencia de su ser.
Hombre de artes,
loco de ingenio,
maestro de vida.
Su inquieto intelecto
pretende transformar el estatismo en movimiento,
y lo imposible en una meta.
Su don sublime,
lleno de grandeza y sencillez,
me transmite fuerza.
Un amor puro e inalcanzable,
«sed de belleza y de bondad[1]»
que domina la naturaleza de mi espíritu,
que jamás será correspondido,
pero que siempre
alimentará los pensamientos de mi existencia.
[1] El Banquete, Platón, 380 a.C.