Jong Ki Love o el arquitecto de historias mínimas
Jong Ki Love nació hace dos años en el parque del Retiro. Allí colocó su primer hombrecillo, y allí se desató el «movimiento de liberación de muñequitos», una deuda que tenía con su pasado y que ha saldado cumplidos los cuarenta.
El alter ego de Jong vivía de pequeño cerca de una tienda de maquetas cuyo escaparate era un gran circuito ferroviario. El paisaje estaba salpicado de figuras diminutas que año tras año permanecían en la misma posición. Un invierno decidió rescatarlos de su tediosa existencia para «meterlos en un contexto diferente y darles una nueva vida». Desde entonces ha «liberado» más de 250 almas mínimas por Madrid, Barcelona, Toledo o Valladolid. «Es mi manera de oxigenarme de la vida, como el que se machaca en el gimnasio o se va de puticlubs», explica a cara descubierta en su estudio en Lavapiés.
Su nombre esconde un romance. Conoció a su mujer en un festival de música, «y fue un flechazo». Lo dice y se nota que lo vivió como una verdad revelada. «Empezamos a llamarnos ‘yonquis del amor’, luego se me ocurrió mezclarlo con el nombre del dictador coreano (Kim Jong-il) y el resultado fue Jong Ki Love». Se forjó una identidad ficticia tan canalla como la real, y por si acaso registró su nuevo nombre.
Se considera un «reformador callejero», y actúa bajo el lema We are not alone («No estamos solos»). Ahora más que nunca compartimos el espacio con ciudadanos del tamaño de un cacahuete: un buzo que nada en un charco de lluvia, un soldado que dispara contra un nido de hormigas o un puñado de pintores que garabatean mensajes en la pared. Personajes que transforman rincones a los que nadie presta atención y los convierten en escenarios a su medida.
Jong Ki Love le sigue la pista a Liliana Porter, una argentina septuagenaria que hace instalaciones con miniaturas. La artista estará en la próxima edición de la Feria Internacional de Arte Contemporáneo (ARCO) y el madrileño acudirá a la cita para conocerla. «Iré de incógnito, a mi no me invitan a esas cosas», se ríe.
¿Cómo empezó We are not alone?
«Se me ocurrió poner los muñecos porque era algo accesible, pequeño y muy impactante para el que los descubre». En realidad, es casi imposible verlos. Los adultos —también hay bebés— miden menos de dos centímetros. «Al principio sólo llevaba el pegamento y los muñecos, pero la cosa fue a más», dice riéndose mientras pone encima de la mesa el contenido de su kit de intervención urbana. Ahora siempre lleva encima 10 o 12 personajes, un cúter, alambre de estaño, rotuladores especiales para grafitis, plantillas con todas las letras del alfabeto, «por si quiero escribir algún mensaje», y pegamento extrafuerte. «Soy fiel a Loctite», bromea.
Antes de abandonarlos a su suerte, el artista los fotografía y cuelga las instantáneas en sus redes sociales. Después se marcha y deja que el tiempo, la meteorología o la actividad humana decidan su destino. «Algunos frikis se fijan dónde los he colocado y van a buscarlos». Así desapareció su primer muñeco, el hombre que esperaba la llegada de la primavera en el Retiro: «Alguien reconoció el lugar y se llevó la rama…».
La vida con su alter ego
La persona que se oculta tras el coreano enamorado es cuidadosa con su intimidad. No obstante, su hija casi le delata en alguna ocasión. «Cuando le preguntaban ‘¿En qué trabaja tu padre?’ contestaba: ‘Pone muñequitos por la calle’». La pequeña D. sigue los pasos de su padre y ya ha hecho su primer «Jong Ki Love», una nube de algodón con tres personajes cogidos de la mano.
A pesar de la libertad que su «personaje» le brinda, el artista confiesa que «es difícil andar con un alter ego a cuestas todo el día». «A veces me dan ganas de matar a Jong Ki Love».