Crónica de una mañana en Atocha
Los piquetes de la estación de Atocha y los servicios mínimos consiguen que en las vías de los trenes haya más policías que peatones. A pesar de ello, la mañana ha arrancado relativa tranquilidad.
A las siete de la mañana lo que reinaba en Atocha era la soledad. A excepción de un grupo de doce personas que se identificaban como «coordinadora de informática de CGT», en el interior de la estación solo había periodistas, policías y un goteo intermitente de personas que llegaban para ir a trabajar.
Fuera de la estación, frente a la parada de autobuses, una señora con una pegatina que la identificaba como manifestante se quejaba: «¡Qué sueño tengo! Me he levantado a las 3:30 de la mañana para ir al piquete de Carabanchel». A su lado, una cola de más de cincuenta personas esperaba con paciencia a que apareciera algún autobús. «Es que el que llegue se va a llenar y no nos vamos a poder montar. Yo me subo en el primero que pueda, da igual el número», decía una pasajera que quería ir a su trabajo. En la cola había una embarazada que llevaba quince minutos esperando de pie. «Aún no estoy cansada, pero las piernas se me cargan», señalaba la mujer.
A las ocho, las cafeterías de cercanías abrían sus persianas. Lo hacían con seguridad, rodeadas de policías y sin mucha clientela. El encargado de La Pausa y Natural Break –los dos bares de la estación- se mostraba muy tranquilo: «Nunca hay incidentes destacables. Me preocupan más las obras que los piquetes».
Media hora después de la apertura, una sinfonía de silbidos agudos se dejaba oír en el interior de la estación. Un centenar de ciclistas daba vueltas en torno al monumento del 11-M mientras hacían sonar bocinas y lanzaban gritos como «¡esta crisis no la pagamos!» o insultos contra la policía. Cinco vueltas después se marchaban todos en bloque por la calle María Cristina.
«Mucha, mucha policía», tarareaba un señor provisto de banderas de la UGT. Junto a él, una decena de personas bromeaba y cantaba. Eran las 8:52 y uno de los compañeros del cantante aficionado se reía: «Hemos ensiliconado todo Infanta Isabel». Cierto, todos los locales presentaban las cerraduras tapadas. «Menudos desgraciados. Que hagan lo que quieran, pero que no se metan con el resto», decía una señora indignada al enterarse de la jugada.
Diez minutos después el chico que cantaba y sus compañeros se unían a veinte personas más frente a la parada de autobuses. La cantinela era siempre la misma: llegaba un autobús, insultaban al conductor y entregaban panfletos a los que esperaban. La monotonía se rompió cuando una señora con abrigo rojo rechazó el boletín informativo: «¿Qué vas a contar a tus hijos cuando no tengan derechos, que tú no hiciste huelga?», le espetó uno de los repartidores. «Déjala, seguro que no trabaja. Esa es ama de casa o empresaria», dijo otro. «Esquirol, pepera». La catarata de insultos se prolongó durante cerca de siete minutos. Los que la señora tardó en conseguir montarse en un autobús.
El grupo de la UGT se marchó formando una columna. Iban a reunirse con unos compañeros que estaban «cerca del Banco de España». Mientras los usuarios de autobuses seguían esperando pacientemente su turno y tres furgones antidisturbios desaparecían de Atocha ante la falta, precisamente, de disturbios.