Ocupados en la ilegalidad
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En la calle Máiquez número 46 hay un edificio con una fachada de ladrillo visto ennegrecido por el tiempo. Un cartel de madera «carbones máiquez», da fe de su antigüedad. La modernidad aparece en sus ventanas: están pintadas de rosa, amarillo y verde. Javier ronda los 25 años y desde hace ocho meses vive en ese piso con siete amigos más. Pese a que tienen espacio para más gente son muy selectivos cuando escogen a personas para convivir: «hemos tenido que echar a alguno porque aquí hay que organizarse y currar todos, no somos una casa de acogida», explica. Javier es okupa desde hace años.
Además de okupa, Javier es educado, estudiante de filosofía, guapo y parece limpio. Pese a que algunos vecinos dicen que tienen un código secreto a través de un silbido para entrar, tras dos horas de espera llamando a la puerta el joven se asoma, sonríe y baja a hablar conmigo. «¿Eres periodista? Pasa, pasa. Te había confundido con la abogada del dueño», y con una sonrisa entro por primera vez en un piso okupado.
Según el registro de la propiedad, el edificio de la calle Máiquez número 46 pertenece desde 2003 a la empresa Pocyal S. A., una agencia inmobiliaria que se dedica a la compra venta de pisos. El inmueble cuenta con un bajo comercial de 256 metros cuadrados destinado a garaje, además de dos planta de 100 metros cada una. En total tres pisos y más de 400 metros cuadrados. José Tomás, trabajador de la firma, explica que son «una empresa familiar cuyo principal activo es ese edificio».
Dentro está oscuro y descubro que el olor es espeso. Ahí está cargado. Pienso en todo lo que estas paredes han callado en su historia. Javier me conduce por un pasillo, se rasca la cabeza y dice: «Ayer hicimos una pequeña fiesta, así que está todo un poco desastre. Me vas a tener que perdonar». Llegamos a lo que parece un salón, de unos 200 metros. Hay luces fluorescentes rosadas, humedad en el ambiente y paredes de ladrillo. Luego concluiré que es la única parte de la casa sin pintar ni arreglar. En un sofá un chico totalmente tapado duerme lo que la noche no le dejó. Otro, con rastas, sentado, apura una cerveza. Un tercero, apoyado en un colchón de los que venían con una funda azul con flores hace muchos años, fija en mí unos ojos que se abren paso entre una larga melena: «Hola, pasea tranquila», me dice. No sé si sabe que soy periodista. Javier no se lo ha dicho. Yo, tampoco. Un perro interrumpe mis eternos segundos de mirada con el melenas. Es pequeño, marrón y parece feliz: «Tranquila que no hace nada» me dice el que dormía tapado y que se ha despertado por el salto del can. Me extraña su tranquilidad. En el piso viven cuatro chicas y cuatro chicos.
Fuentes policiales confirman que nunca han intentado desalojarles «porque el piso está a nombre de un fallecido». Sin embargo, José Tomás lucha por echarles: «Nos está causando un perjuicio económico que estén ahí». Un catedrático de derecho explica que en España no extisten res nullius , es decir, «inmuebles sin dueño, si no hay herederos, pasa a manos del Estado».
Javier me invita al primer piso. La escalera es de piedra gris y los vértices de los peldaños están redondeados por el tiempo. ¿Cuántos pies habrán pasado por ese lugar? Al doblar confirmo que el olor está más cargado de orines que de recuerdos, también es espeso por los excrementos. «Está todo hecho un desastre porque tenemos un cachorro, normalmente no es así», dice mi guía mientras recoge una caca.
El protagonista estudia una carrera por la UNED, y se gana la vida como puede: «Vendo cervezas en festivales, cosas así, lo que sale», y le gustaría tener un oficio: «No sé, ser electricista, por ejemplo, que de la filosofía no se come, es una ilusión». Los padres de Javier son «un matrimonio normal de Madrid».
«Antes de pasar a la cocina espera que la voy a arreglar, porque es un desastre que veas esto», Javier es tímido y quizá caballero, a su manera. Me ha dejado en un salón con el perro sonriente y otro chucho grande de color negro tirado en un sofá. Hay tres sofás, uno naranja, uno verde y otro rojo, todos llenos de lamparones, como si no dejasen de derramarse vasos constantemente sobre ellos. También hay una mesa camilla, una silla a juego con el sofá rojo, una minicadena y una librería. La música está puesta y dos ceniceros en el centro de la estancia todavía echan humo. La noche debió ser larga y las colillas podrían ser de cannabis. Aunque no huele a tabaco ni a porros, la ventana lleva abierta desde que empezó mi guardia, dos horas antes. Las paredes del salón están llenas de mensajes pintados y papeles pegados, hay un rincón antimonárquico, antitaurino y anticlerical.
La familia de Javier sabe que okupa. «Pues hombre, cuando a tus padres les dices que te vas a vivir así, pues no es lo ideal, la verdad», dice el chico. Añade que sus progenitores están tranquilos porque han visto que no es «ningún delincuente».
Continúa la visita
En el primer piso, además del salón, hay una cocina limpia –que ha adecentado Javier hace unos minutos– pintada con una espiral negra sobre un fondo blanco y con dos neveras, un microondas, un horno y una vitrocerámica. «Todo lo que ves lo hemos encontrado en la calle. Es que la gente tira muchas cosas». También hay una estantería llena de comida. Los chicos no gastan para vivir: «La comida la reciclamos. Es decir, por la noche vamos al supermercado y cogemos lo que tiran, que son productos que están bien».
Procyl interpuso en agosto una querella por usurpación ante el juzgado de lo penal. La juez la desestimó porque no había delito. Ahora han interpuesto una querella por la vía civil y están a la espera. Las mismas fuentes de la policía, que niegan que esté a nombre de la empresa, cuentan que en julio de 2011 «el SAMUR intervino porque una de las chicas se rompió un hueso».
Junto a la cocina hay una habitación despensa y un baño que recuerda a los que anuncian productos de limpieza. Una bañera oxidada y desconchada, un inodoro sucio con la tapa subida y algún papel en el suelo que Javier recoge apresurado. «Tenemos agua. No sé de donde viene, pero es un lujo». Aunque desconozca su procedencia, me muestra orgulloso el sistema de tuberías que han diseñado a base de mangueras que van por las paredes. «Las cañerías estaban destrozadas, todas rotas. Esto lo hemos tenido que rehacer entero», dice el chico. Mi nuevo amigo tampoco sabe de dónde viene la luz, aunque antes los trabajadores de Electricidad Máiquez, una pequeña ferretería frente al piso, me explicaron que los cables que salían de un contador de la casa de al lado hacia su fachada son tendidos eléctricos ilegales puestos por ellos. Su luz sale del bolsillo de otros.
Javier asegura que está aprendiendo mucho: «Te las apañas solo. Tienes que hacer de todo, además que viene bien irse de casa pronto», reflexiona. Okupar una propiedad privada es un delito. El joven lo sabe muy bien. También conoce el procedimiento para que no te echen: «La poli vino un par de veces al principio y vio que no nos podía echar y no han vuelto».
Cuando mi curiosidad y mi confianza han crecido hasta el punto de tomar fotos con libertad, Javier se interpone en mi camino hacia el otro extremo de la planta. No es brusco, pero se para delante de dos puertas. Encima de él hay una barra para hacer dominadas. Junto a sus pies, dos pares de zapatos: unas converse rojas de charol que parecen de mujer y unas botas marrones de montaña que parecen de hombre, siempre a juzgar por el ancho de la horma. Parece que alguien duerme en esa puerta.
Una vecina que se está arreglando el pelo en Línea Peluqueros niega la existencia de los nuevos vecinos y, ante la evidencia de la fachada, exclama: «¡Ya decía yo que había mucha gentuza últimamente!». Los de Electricidad Máiquez dicen que las chicas hacen copias de las llaves en su tienda y que van sin depilar. «Como va esa gente, ¿no?», aunque aclaran que «son muy educadas y respetuosas». También lo dicen las peluqueras y Rubén García, propietario del restaurante San Telmo, vecino a la casa okupa: «No dan ningún problema. Yo llevo aquí tres meses y, menos los fines de semana, que hacen algo de jaleo, no pasa nada».
Javier no me deja subir al segundo piso. No dice que no, pero explica que «sólo hay habitaciones y todas las chicas duermen». A cambio de esa negativa, me lleva al salón y me invita a un café. Mientras espero, oigo maullar a un gato que vi antes en algún lugar. Era totalmente blanco y por su maullidos parece estar en celo. El espesor del olor cada vez es más concreto y más claro: huele a pis de gato. También hay un cachorro de felino totalmente negro.
Dos chicas que vivían antes con Javier han fundado el centro social KOALA; okupatutambien.net es una página web gestionada por el hermano de un amigo de Javier. «No es que haya asociaciones okupas. Es el entorno en que te mueves, tú tendrás muchos amigos periodistas y si te casas tus amigos son matrimonios», explica.
«Pásate el día que quieras y conoces al resto de la gente. Mañana hay una fiesta, vente», me dice mi chico después de pedirme que le repita mi nombre otra vez y de disculparse por su desconfianza al principio y de aconsejarme: «No deberías decir que eres periodista. A la gente no le gustan los periodistas. Es como con los okupas».
Javier me acompaña a la puerta de un edificio del que tiene llave, que no le pertenece y en el que piensa seguir viviendo hasta que le echen.
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