El último «The End»
Luis Gutiérrez Soto tenía un bigote diminuto y un talento gigante para diseñar edificios. Junto con otros jóvenes de su generación, la del 25, introdujo a España en la arquitectura racionalista y proyectó gran parte de los cines más emblemáticos de la capital madrileña.
En 1928, levantó en el número 160 de Bravo Murillo el Cine Europa, buque insignia del barrio de Tetuán. Para su construcción se había creado hasta una nueva calle, denominada durante algún tiempo callejón del Europa, que servía para que los espectadores salieran del cine una vez terminada la sesión. Estaba construido en esquina y se levantaba en cinco alturas. Un auténtico coliseo con aforo de 2258 butacas que contaba, además, con cafetería, billares y salas de tertulia.
El edificio que Gutiérrez Soto ideó sigue erigido en el número 160 de Bravo Murillo, pero en su interior no hay ni rastro de proyectores, pantallas, ni películas de 35 mm. Tampoco en su fachada permanecen las letras de «Cine». En su lugar, una S y una P azules, siglas de Saneamientos Pereda, presiden el majestuoso inmueble. En 1995 y tras años de abandono, la famosa casa de saneamientos lo escogió para albergar sus productos de fontanería, conservando buena parte de su aspecto interior. Continúa el gran espacio de la sala de proyecciones, sus dos entresuelos, los palcos… pero donde antes había espectadores y olor a palomitas, hoy se acumulan grifos, lozas y tuberías.
Era 2 de febrero de 1936. José Antonio Primo de Rivera llevaba días pensando que La Falange española necesitaba un himno propio con que terminar sus mítines. Aquel día tenía todo preparado y el Cara al Sol, ése que los españoles acabarían cantando durante demasiados años de dictadura, se entonó por primera vez en el interior del cine Europa y fue celebrado por el tercer marqués de Estella con unas copitas de Jerez.
Unos días más tarde, un 9 de febrero del mismo año, el cine estaba a rebosar, esta vez de simpatizantes del otro lado. «Colgaduras rojas, puños en alto, vítores a Asturias. Internacional». El diario ABC recogía así el discurso con que Largo Caballero intentaba «la unión de los partidos obreros con los republicanos de izquierda», idea que ya había alentado un mes antes en un mitin multitudinario en el mismo cine, y que los fotógrafos de ABC captaron con sus objetivos para la posteridad.
Fue el Cinema Europa una sala de conferencias, donde los más grandes políticos de la época fraguaron con sus discursos la inminente catástrofe que se avecinaba en España con la Guerra Civil. David Sánchez, autor del libro «Cines de Madrid» y de un blog sobre las salas de proyección de la villa, asegura que durante la contienda el cine «fue una checa, la del Europa, cuartel de las Milicias Confederadas, que además se utilizó como cárcel, sala de torturas y escenario de crímenes sangrientos. Su cine de verano, que se instaló en un solar adyacente, sirvió de campo de entrenamiento para éstos». Si sus paredes hablasen, cuántas historias podrían contar.
Como el Europa, más de una docena de cines situados en Bravo Murillo han ido cerrando sus puertas. Era la última vez que proyectaban un «The End» en sus pantallas, pero esta vez era quizás el más difícil: el suyo propio.
Hacia los años 70, Tetuán contaba con más de quince cines y Bravo Murillo, su principal arteria, se alzaba como todo un Hollywood madrileño, sin obviar, por supuesto, a la propia Gran Vía. Bravo Murillo era la antigua carretera de Madrid a Francia por Irún, una de las grandes salidas de la capital, una zona muy comercial y bien comunicada —el metropolitano de Alfonso XIII la conectaba con el centro de la capital y contaba, además, con una línea de tranvías regular que, si no llegaba hasta los pueblos de Fuencarral, Chamartín, Hortaleza o Canillas, sí que acercaba en gran medida a sus vecinos—. David Sánchez afirma que éste es el motivo por el que fue tan prolífica en salas de cine. «En la capital, los grandes núcleos cinematográficos no se dieron solo en la Gran Vía. La calle Fuencarral, entre Bilbao y Quevedo, fue un hervidero de salas, o la pequeña calle del Doctor Cortezo en el centro de Madrid. Había espacio para todos».
El más antiguo de los cines de Bravo Murillo era el Recreo Modernista, inaugurado en los años 10, aunque más que una sala realmente era un simple solar donde se proyectaban cintas en verano. Paco, vecino de Tetuán «de los de toda la vida», recuerda con cariño las películas que cada fin de semana se proyectaban en el colegio Salesianos de Estrecho: «Los descansos para el cambio de bobina eran el momento ideal para comer chucherías».
A finales de los ochenta fueron derribados varios cines, como El Chamartín, levantado en 1924, o el Tetuán, una pequeña joya inaugurada en el 31. «De pequeña, recorría Bravo Murillo para repasar las carteleras de la semana, desde el Versalles hasta el Cristal», cuenta Carmen, otra vecina de Tetuán. «Todos los días después de comer corría y corría para llegar al primer pase. Mi preferido era el Europa». El cine Cristal, inaugurado en el año 1947 y transformado en 1996 en multicines, lleva cerrado ya bastantes años. Todavía quedan los restos de lo que fue en Bravo Murillo.
El encanto que estos cines tenían para los jóvenes de aquella época iba más allá de su cartelera y de la posibilidad de disfrutar de una buena película «a 2 pesetas». Durante la dictadura, no había muchos lugares en los que estar a oscuras y en silencio fuera legal, por lo que las salas de cine tenían cierta picaresca. De hecho, David Sánchez asegura que había «salas que funcionaban con programación tolerada pero que eran centros neurálgicos de prostitución». El cine Montija, que funcionó desde 1934 hasta los noventa, —en 1975 pasó a llamarse Cine Condado— no estaba muy bien visto porque se decía que lo frecuentaban prostitutas y chaperos. «Recuerdo que mi madre me pedía que le mostrara la entrada cuando regresaba a casa, para comprobar que no había estado en el Montija. Me lo tenía prohibido», asegura Carmen. Hoy es un supermercado de la conocida cadena Lidl.
La mayor parte de estas salas de cine tienen ahora otros usos, que poco tienen que ver con la fábrica de sueños que fueron antaño. El cine Murillo, construido en el año 1955 y que funcionó hasta mediados de los 80, es una sala recreativa; el Carolina, inaugurado en el 62, funcionó hasta finales de los 70 y hoy es una tienda de ropa C&A; en el Versalles, una sala bastante grande, en pie entre el 65 y los 80, cantan ahora «bingo» quienes cruzan sus puertas y tienen suerte.
De los alrededor de veinte cines que había en Tetuán, hoy solo resisten al paso de los años dos: el Lido, un enorme edificio inaugurado en 1955 con casi 2000 localidades y que se reconvirtió a mediados de los 90 en un multicine de siete salas, y el Renoir Cuatro Caminos, en la calle Raimundo Fernández Villaverde. Los vecinos del barrio se agolpan en largas colas junto a las taquillas de estas dos salas: si no llegan los primeros a comprar las entradas, tendrán que intentarlo en otro barrio. «A mi mujer y a mí nos gusta mucho el cine, pero yo nunca he conducido, no tengo coche. Y ahora se están llevando todos los cines del barrio a los centros comerciales», se queja José, un vecino de Estrecho. «Mientras sobreviva el Lido al menos podemos ver aquí las películas, aunque tengamos que esperar la cola».
Mientras los cines desaparecen poco a poco, los centros comerciales se van llenando de salas con las más avanzadas tecnologías, siempre a las afueras del barrio. Este es un fenómeno que muchos identifican como la «desertización cultural de Madrid». Iniciativas como «Salvemos los cines», una plataforma surgida de la unión de distintas asociaciones vecinales, reivindican la necesidad de mantener estos cines de barrio o, en su defecto, reconvertirlos en teatros y otras salas de espectáculos, conservando al menos su esencia artística.
David Sánchez afirma que esta desertización cultural «comenzó atacando a los más débiles. Las salas de barrio, de re estreno y con sesiones continuas fueron las primeras en caer». El hecho de que la mayoría de salas se estén desplazando hacia los centros comerciales de la periferia es para Sánchez una cuestión de «comodidad»: «Compras, cenas y ves el estreno cogiendo una sola vez el coche. Además, las salas ofrecen un confort y una calidad de sonido e imagen que no tienen las salas de barrio». Estas pequeñas reliquias del pasado sobreviven «solo por los nostálgicos o los jubilados, los que disfrutan de una película a la antigua usanza», afirma Sánchez.
Los cines siguen desapareciendo, y profesiones como la de proyeccionista o camarógrafo parecen ya cosa del pasado. El olor a palomitas o el ruido de la película pasando por el proyector se han convertido en sonidos de discoteca y olores de supermercado. Pero aún quedan algunas pequeñas salas que mantienen vivo el espíritu de un cine como los de antes. Para ellas, quizás, no sea demasiado tarde.
Muy completo, nostalgico y bastante entretenido. Me ha gustado mucho.
Pingback: Madrid fotograma a fotograma – Kronos Living