Ciudad sin Dios
Mohammed se agarró de mi camiseta. Tan sólo con dos de sus pequeños dedos. Suficientes como para no soltarse ni aunque se cayese mientras andábamos por las ruinas. Mohammed vive en El Gallinero. Es rumano y de etnia gitana, tiene 3 años y todavía no va al cole, aunque pronto lo hará. Es uno de los 185 menores que viven en el asentamiento romaní situado junto al vertedero de Valdemingómez, a orillas de la autovía de Valencia y a 15 kilómetros de la Puerta del Sol. En mi cabeza chispean imágenes de la película Ciudad de Dios, de las chabolas, de las favelas de Río de Janeiro. Aquí, los dioses también parece que se han olvidado de ellos. Los sagrados y los profanos. Es una Ciudad sin Dios.
Mohammed no habla, sólo sonríe, mientras una docena de niños que acaba de llegar del colegio corretea. Me piden insistentemente que les saque fotos. «No tenemos cámara, nunca podemos hacernos fotos», me dicen mientras otros me piden tocarla. A todos les encanta posar. Niños y mayores, hombres y mujeres, todos adoptan una pose propia de las revistas de moda y se cuelgan los accesorios más elegantes que tienen. Muchas mujeres me piden que les saque fotos con sus hijos: «Un recuerdo de familia». La petición viene acompañada de una exigencia amable: «¿Cuándo, cuándo me traes la foto?».
Mohammed tira de mi camiseta y me lleva hasta su casa. Allí está su madre, Flórica, que me da las gracias por haberle entretenido. No me pide fotos, sólo quiere que la escuchen: «Mañana hará un año que murió mi marido. Haremos la Fiesta de los Muertos. Es como esa fiesta que vosotros hacéis una vez al año que vais al cementerio. Puedes pasarte si quieres». Según me cuentan, esta conmemoración se celebra a los tres días, dos semanas, tres meses, nueves meses, un año y siete años tras la muerte de una persona. «Siempre haces un homenaje cada año, pero las fechas importantes son esas. A los siete años, sacas el cadáver, los huesos, los metes en un saco y los entierras cerca de donde estaba la tumba. Pero dejas la tumba libre para otra persona», me explica Cipriani, un chico rumano que ha encontrado trabajo y que ahora vive en Entrevías, pero que cada semana visita el poblado.
En el sillón de la casa de Flórica y Mohammed está sentada Bianca. Tiene un dibujo entre las manos, y me dice que es Águila Roja. Bianca tiene 12 años y va al colegio. Ya sabe leer y escribir, aunque tiene que «perfeccionar la técnica». Levantarse con el frío de las siete y media de la mañana, lavarse en el caño y marchar a coger el bus del colegio sin desayunar le ha valido para escribir una carta al protagonista de Águila Roja, Gonzalo. La misiva dice lo siguiente (revisada la ortografía): «Querido David Janer, soy Bianca, tu querida Bianca. Si supiera hacer una carta como has hecho tú a Margarita en la serie… Daría mucho para hacer una carta como esa. Te quiero. Bianca. Águila Roja, Gonzalo».
Tras visitar a Flórica, un grupo de mujeres se me acerca. Quieren fotos, pero a mí me interesa la historia de Verónica. Tiene 20 años y dos niños pequeños. «Mi marido me ha abandonado», dice. Paco Pascual, profesor jubilado y voluntario de la Parroquia de Santo Domingo de la Calzada en El Gallinero, me cuenta que el marido maltrataba a Verónica. La última vez que lo hizo, los miembros de la parroquia le advirtieron de que si volvía a hacerlo le denunciarían a la Policía. Él optó por irse del poblado y abandonar a su mujer e hijos. Pascual me explica que, por lo general, «los hombres todavía tienen la idea de que las mujeres son una propiedad suya». «Por eso es tan importante el colegio para estos niños, porque ellos aprenderán la igualdad, ellos cambiarán las cosas», añade.
Pero la escolaridad es un problema en este asentamiento de chabolas. Muchos menores no se levantan cada mañana para ir al colegio, no son constantes, por lo que el ritmo de aprendizaje es menor. Eso sí, todos saben que está mal. Cuando Paco se acerca, le saludan, le besan, le abrazan. Sólo quieren estar con él. Y este profesor jubilado aprovecha para preguntarles si han ido al colegio. Si la respuesta es negativa, Paco les reprende. Y ellos, con sólo seis años, se justifican:
– Paco, Paco, te lo juro, te lo juro por Dios. Me perdieron el autobús.
– ¿Te lo perdió quién?
– Pues que lo perdí, se fue, te lo juro, pero yo voy siempre. ¿Quieres que te lea algo?
A medida que crecen, el absentismo entre los varones también aumenta. Es el caso de Napoleón, que con 12 años admite que no va al colegio porque no le gusta. «Yo quiero ser como Cristiano Ronaldo», asegura. A esta edad, muchos de ellos se sienten casi adultos, y a los 15-16 años algunos ya son padres.
***
Es la hora de irse. Son las 6 de la tarde y en algunas casas todavía se cocina o se come. En otras, el pescado de ayer cuelga como si de ropa tendida se tratase. Esta noche lo cocinarán a la brasa.
Aviso de desalojo
Todos los martes, Paco Pascual se acerca a El Gallinero para visitar a las familias y reunirse con los médicos voluntarios que prestan ayuda a la población romaní. El pasado martes, 26 de marzo, fue diferente. Más de 400 rumanos de etnia gitana esperaban a Paco para preguntarle qué significaba la «carta» que habían recibido el sábado anterior. El documento al que se referían es el aviso de desalojo remitido por el Ayuntamiento de Madrid que les entregó la Policía chabola por chabola.
La mayoría de estos requerimientos están dirigidos a alguien en concreto, con nombre y apellido; en los restantes sólo figura la palabra «desconocido». «Los propietarios del terreno –los miembros de la Junta de Compensación de Valdecarros– engañaron a la población de El Gallinero haciéndose pasar por personas que iban a ayudarles buscándoles una vivienda», recuerda Paco Pascual. «Numeraron las chabolas y a cada una le atribuyeron nombres y apellidos», continúa, «y la lista se la pasaron al Ayuntamiento».
«Riesgo de seguridad y salubridad»
Según el texto, el desalojo se debe a la situación de peligrosidad de la zona, «sistemáticamente utilizada como quemadero de cable de cobre, casi siempre de procedencia ilícita, con frecuentes incendios de chabolas». También alude al «riesgo de seguridad y salubridad» del asentamiento. Lo lee Paco rodeado de varias mujeres y algunos niños. Muchos de los habitantes no saben leer ni escribir, ni cuál es el siguiente paso.
«¿Nos desalojan mañana? ¿Qué hago con mis niños?», pregunta Ángela. «Es que está todo muy sucio. Al menos ya no hay casi ratas, pero hay que limpiar, limpiarlo todo, y os tengo dicho que no queméis cobre», exclama Paco. Las mujeres se enfadan y gritan con una mezcla de castellano y rumano: «Lo tenemos todo limpio, yo limpio mucho en casa, yo no tengo la culpa del cobre, necesitamos dinero», dice una. Otra añade: «Tú tráenos guantes, que yo le digo a la gente que hay que quitar basura y se quita». «Vale, pero los hombres os tienen que ayudar, que los tenéis muy mal acostumbrados», reclama Paco.
El ex profesor calma los ánimos de los vecinos y explica la situación al centenar de personas que se acercan a él: «Según la carta, tenéis 15 días para reclamar. El viernes nos reunimos con los abogados y escribimos vuestra defensa, diciendo que no son condiciones insalubres, que para vosotros son vuestras casas, y que el Ayuntamiento no ha hecho nada para ayudaros. De todas formas, hasta que se produzca el desalojo puede pasar, al menos, un año, calculo yo».
Los niños también están asustados. «¿Mañana no vamos al cole?», «¿Tendremos sitio para dormir hoy?», «¿Van a romper las casas como el otro día?».
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Desalojo reciente
El pasado lunes 5 de marzo la Policía Nacional se acercó hasta el asentamiento romaní. El resultado fue el derribo de 8 chabolas, que comenzó poco después de que los seis autobuses escolares que pasan de lunes a viernes recogiesen a los niños para ir al colegio. Pero algunos menores, como de costumbre, no acudieron a la escuela, y vieron cómo un grupo de antidisturbios, 16 furgones y un helicóptero vigilaban las excavadoras que derribaban las casas. De momento estas familias no han podido reconstruir sus viviendas. Los niños sortean las ruinas, y las madres piden favores a las vecinas para cocinar y dormir. Y los voluntarios de la Parroquia de Santo Domingo de la Calzada rezan a través de la justicia para que no se vuelva a vivir una situación así.
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Puedes encontrar más fotos en la galería de Flickr.
Me ha gustado mucho lo que has escrito de el gallinero. En pocas lineas has descrito como es la vida de estas personas, de los niños y de las mujeres, y como honran a sus difuntos. Solo te ha faltado indicar de que viven, es decir, en que dicen que trabajan, para hacerse una idea completa de sus vidas. Pero esta muy bien explicado y con excelentes fotos.