El chino de mi barrio
El dueño del local, de nacionalidad china, no quiere hablar con periodistas, pero después de unas diez visitas y con ayuda de José Luis, cliente diario y de lengua bastante suelta, he conseguido conocer al fin la historia de este comercio y de su dueño. Le pregunto a José Luis el nombre del oriental que vive detrás del mostrador de ocho de la mañana a diez de la noche: «Yo le llamo Juan, pero se llama algo parecido a Xinguan».
En las nueve primeras visitas no le digo a Juan que soy periodista: compro golosinas y alguna chocolatina y observo detenidamente a la mujer y las dos niñas que le acompañan y ayudan en la tienda. Intento no hacer caso al insoportable sonido que sale de la televisión situada detrás del mostrador, y al mirar la pantalla descubro que es un videoclip musical con cinco chinas siempre sonrientes y vestidas como las típicas camareras de cafetería americana. La mujer es joven, de unos veinticinco años y, gracias a mi nuevo y locuaz amigo, me entero de que ella se encarga de cuidar a las hijas de Juan. Una de las niñas, de dos años, pasa todo el día en la tienda sentada en una sillita y tapada con una acogedora manta rosa. Nunca llora, ni se inmuta ante el tremendo ruido, solo observa a todos y cada uno de los clientes que entran y salen del negocio de su padre. La niña mayor, de unos doce años, deduzco que va a un colegio privado de la zona, ya que se pasa todas las tardes ayudando a su padre vestida con un uniforme de polo blanco con ribetes verde fosforito y una falda del mismo color. En el polo lleva cosido un escudo que deja entrever el nombre de un colegio inglés.
Después de llevar una semana tanteando el terreno, me atrevo a presentarme. Le digo que soy periodista y que me gustaría hablar con él sobre su vida. De repente el castellano fluido del que Juan daba muestras desaparece por arte de magia y lo único que sale de su boca es: «busca otro, yo no entender, tú hablar raro y rápido». Tras una hora rechazando mis preguntas con las mismas frases y mirándome con cierto desprecio decido irme.
Entonces es cuando tropiezo con José Luis:
—¿Tú otra vez aquí? ¿Juanito no te hace ni puto caso?
—Pues no, José Luis, no me hace ni puto caso, creo que le da miedo hablar conmigo.
—No te preocupes guapa, que yo me lo sé todo de Juan.
Mi amigo José Luis empieza a relatarme la historia que completo gracias a la intromisión de otros asiduos a la tienda.
«Juan» y su familia llegaron a España hace más de diez años y se instalaron en un piso cuyas ventanas dan a la rotonda de La Menina, en Alcobendas. Decidieron alquilar un local muy grande que estaba dividido en dos zonas, una para alimentos y otra para artículos muy variados, que iban desde «tuppers» con forma de estrella a objetos de decoración cubiertos de purpurina morada, que una de sus clientas recuerda con anhelo. Durante los primeros siete años, la vida de Juan y su familia transcurrió felizmente: tenían dinero suficiente para pagar el piso, el colegio privado de su hija e incluso para contratar a alguien que atendiese el negocio mientras ellos descansaban.
«Nada ilegal»
«No vendían nada ilegal ¿eh?, son muy honrados ellos no te vayas a pensar», aclara José Luis. Pero entonces, la madre de Juan muere y, como es tradición, viajaron a China para asistir al funeral. Juan habló con el casero de su tienda, quien sorprendentemente le dice que no se preocupe, que él no le cobrará el alquiler durante los dos meses que estén fuera y que utilizará el establecimiento durante ese tiempo como almacén para su negocio. Juan, asombrado por la bondad del español, va retirando los objetos que tiene en la tienda, intenta vender los alimentos en los días que le quedan y guarda en casa los artículos de decoración.
A la vuelta de su China natal, aunque agotado por el viaje y por las interminables celebraciones familiares, Juan deja a su familia en casa y va corriendo a encontrarse con su querido casero para reiniciar el alquiler lo antes posible. Al llegar al local su cansancio se transforma en tristeza. El hombre en el que había depositado toda su confianza había realquilado el local a otros comerciantes chinos. ¿Que ha pasado? Le pregunta Juan. Y el casero le dice que lo siente mucho, pero que le ofrecieron más dinero y su mujer no le dejó rechazarlo.
«No tabaco»
Juan, como le llama José Luis, tuvo que ponerse a buscar otro sitio para poder continuar con el negocio y mantener a su familia. Encontró un pequeño local a cien metros del anterior. De esta forma no perdería a sus clientes habituales y seguiría trabajando cerca de casa. Lo dividió en dos zonas, como en la antigua tienda: alimentación y bazar. Allí vende todo tipo de alimentos, desde plátanos hasta café, pan Bimbo, cereales… colocados en perfecto orden sobre enormes estanterías que dividen la habitación de punta a punta. Cerveza y todo tipo de refrescos se mantienen fríos en neveras con el logotipo de Coca-Cola. Los chicles y golosinas bordean el mostrador y la zona del «bazar» se sitúa al fondo del local. Su hija de doce años trabaja con él todas las tardes al salir del colegio. Sabe de memoria los precios de todos los productos y responde con un contundente «¡No tabaco!» cuando alguien quiere comprar cigarros y ve que la policía anda cerca.
Pero el nuevo local resultó ser demasiado pequeño, no cabía todo el material del que disponía y, por otra parte, los nuevos propietarios de su anterior establecimiento le hacían la competencia. Fue entonces cuando su mujer se puso manos a la obra, encontró una zona residencial con un buen local y montaron un segundo negocio. En Algete, a veinte minutos de Alcobendas. Cada cónyuge lleva un negocio y su primogénita sigue ayudando a su padre por las tardes. La tienda de Algete está funcionando tan bien que Juan tiene en mente que cuando su hija acabe sus estudios en el colegio se trasladará toda la familia allí, unificarán el negocio y de este modo podrán pasar más tiempo juntos.