«El Gallinero» tiene un plan: gritar
Parece imposible hablar de la Cañada Real Galiana sin mencionar «El Gallinero». Ése lugar donde viven 90 familias de etnia gitana procedentes de Rumanía, donde sobreviven 440 seres humanos, 190 de ellos menores de edad. Ese lugar del distrito madrileño de Vallecas que se encuentra en el kilómetro 13 de la carretera de Valencia (A3) es –ni más ni menos- que el asentamiento gitano más grande de Europa. Tan cerca y, a la vez, tan lejos de Madrid capital. Las chabolas están construidas con madera, plásticos y cartón. Son débiles y viven bajo la amenaza de que unas lluvias torrenciales arrasen con todo. No sería la primera vez. Ya lo dice el refrán: a perro flaco todo son pulgas.
Los habitantes de «El Gallinero» son gitanos rumanos que se vieron obligados a escapar de Nicolae Ceausescu, el temido dictador rumano. Los más jóvenes, en cambio, han nacido en España y muchos ni siquiera conocen Rumanía. A la terrible situación de pobreza de este asentamiento se suma la desprotección de los niños. Sin ropa ni calzado, incluso sin comida; no saben leer ni escribir; no pueden luchar por un mundo mejor… desconocen que tienen derecho a ser ciudadanos.
Toda esta realidad aparece reflejada en la exposición «Vidas al borde. Miradas al y desde El Gallinero», que acoge la Parroquia de Carlos Borromeo (Vallecas). Las fotografías de la muestra no escatiman detalles. La vida de quienes no tienen nada a través del objetivo de fotógrafos de todo el mundo que se acercaron para mirar más allá, en lo profundo. Instantáneas que reflejan las vivencias de una cara llena de arrugas; el trabajo de unas manos curtidas por el frío; la inocencia de unos inmensos ojos azules y la prematura maternidad de una niña que tiene que aprender demasiado rápido a ser madre.
La profundidad de estas miradas conduce irremediablemente a la mesa redonda con la que se inaugura esta exposición. En el camino, curiosos y voluntarios intercambian opiniones. Se mezcla el castellano con el rumano. Un grupo de niños que no superan los quince años de edad rompe la sintonía, forman un corrillo en torno a un panel expositivo. Se esfuerzan por leer en alto y lo consiguen. Sonríen orgullosos por la hazaña. Y, de repente, se gira un hombre de mirada serena, oculta tras unas gafas, satisfecho con sus pupilos. Se llama Rodrigo Rodríguez, voluntario de Mensajeros de la Paz y responsable de que esos niños de «El Gallinero» sepan leer y escribir. Esta campaña de alfabetización comenzó hace ya cuatro años. Al comienzo se centró en las mujeres adultas y después en los niños. Es muy importante porque les permite emanciparse, valerse por sí mismos, asegura. Se acerca una mujer de ojos claros y acento rumano, Florentina, que matiza las palabras de Rodrigo: Que ellos sean mejores, ésa es nuestra labor.
No tardó en comenzar la mesa redonda. Las sillas que sustituyen a los bancos de la parroquia están casi todas ocupadas por los asistentes. La primera en tomar la palabra fue Safira Cantos, en nombre de la ONG Amnistía Internacional y como observadora de desalojos forzosos. Sus palabras sirvieron para defender la necesidad de proteger a la infancia a través de un derecho a la vivienda. Los desalojos forzosos de poblados como «El Gallinero» acarrean la destrucción y desestructuración de las familias donde los principales perjudicados son los niños. Su discurso estuvo marcado por el caso de Shakira, una niña de seis años del poblado de Puerta de Hierro que padecía cáncer y cuya familia había sido desalojada a la fuerza.
La justicia estuvo representada por Luis Carlos Nieto, juez de Menores de Ávila. Su sentencia fue firme: los derechos no son concesiones, son la base de la ciudadanía. No le tembló la voz al asegurar que la exclusión de los ciudadanos a través de la violación de los derechos humanos conduce irremediablemente a la violencia y a la marginalidad.
El periodista Vicente Romero, por su parte, comenzó haciendo autocrítica de su gremio. Bajo la idea de que los periodistas son nietos de Descartes y que, por tanto, todo se analiza con los argumentos de la razón, se han dejado de lado los sentimientos por temor a caer en el amarillismo. Sin embargo, es más necesario que nunca entender los sentimientos: lo que refleja cada mirada, cada gesto, cada rostro de las fotos que integran la exposición. Sólo así se puede denunciar desde los medios de comunicación la violación de derechos humanos. Así lo entiende quien no pudo dormir una noche en el sur de Sudán por los gemidos de una niña cuya mirada no olvidará jamás pues, a través de sus ojos, comprendió que se negaba a comer porque sabía que se iba a morir sin que a nadie le importase su vida.
Brillante…