Huelga en el «Chinatown» madrileño
Las calles del polígono industrial de Cobo Calleja, en Fuenlabrada, que normalmente son un auténtico hervidero de actividad, amanecían hoy con las calles semi vacías. A ambos lados, las grandes puertas de las decenas y decenas de almacenes que forman este inmenso complejo industrial controlado mayoritariamente por ciudadanos chinos –y por donde pasan la mayoría de mercancías que luego se venden en bazares y tiendas de toda España y Europa– están cerradas a cal y canto.
En las aceras, sobre las que flota un exótico olor a comida oriental aunque los restaurantes de la zona estén cerrados, prácticamente no se ve a nadie. En el asfalto, la situación está un poco más animada: pasan algunas furgonetas –no muchas– y unos pocos coches de alta gama, principalmente Mercedes 4×4 y BMWs. Aparte del escaso tráfico, el único ruido que destaca en el ambiente es el ensordecedor rugido que producen periódicamente los aviones que aterrizan y despegan de la cercana base aérea de Getafe.
El hermetismo de los chinos no ayuda a saber si han cerrado por apoyo a las protestas o por miedo a los piquetes. «¿Está abierto?», pregunto a un oriental de mediana edad que está junto a un bazar, uno de los pocos locales que no tienen echadas las persianas metálicas. «No», responde. «Pero, ¿hacéis huelga? » «No lo sé», y añade, hosco: «¿Y tú?».
No es la primera huelga que los comerciantes chinos de Cobo Calleja celebran en lo que va de mes. Hace poco menos de dos semanas, el 3 de noviembre, los almacenes del polígono fuenlabreño ya echaron el cierre para distanciarse de la trama desarticulada en la Operación Emperador, dedicada al blanqueo de capitales y al crimen organizado. La Asociación de Empresarios Chinos de Cobo Calleja trató así de demostrar que «no todos los chinos son iguales» y que la mayoría se «desvinculan de cualquier hecho ilegal o delictivo». El cierre entonces también fue casi total.
«No hay ni Dios»
Donde más se nota el parón es en la calle de Manuel Cobo Calleja, en pleno centro del polígono que el empresario ponferradino fundó allá por los años setenta, cuando las normativas urbanísticas eran tan laxas que rozaban lo inexistente. «Aquí en el centro no hay ni Dios», afirma un taxista cuyo vehículo lleva un buen rato parado, a la espera de clientes. «En las calles laterales hay algo más, pero se nota mucho el bajón. Estarán acojonados por los piquetes», aventura con una sonrisa sesgada.
«Hoy no hay nada de movimiento, pero nada», confirma el camarero de un bar situado en la parte alta del polígono. El local, bastante grande, está casi vacío pese a que la hora de la comida está cerca. La excepción la marca un pequeño grupo de trabajadores –ninguno de ellos asiático–, que charlan acodados a la barra en un extremo.
Y es que la actividad dista mucho de la habitual en este macrocomplejo que alberga, en sus ciento sesenta y dos hectáreas, cuatrocientas empresas en las que trabajan a diario más de tres mil personas. A simple vista, menos de un quince por ciento de los locales están abiertos. No obstante, ruidos sordos y chirridos detrás de algunas puertas hacen pensar que no todo es lo que parece en esta pequeña China madrileña.