Juventud desorientada
La tragedia de Halloween, que va camino de convertir el Madrid Arena en un recinto maldito, ha tenido un impacto brutal en la sociedad madrileña y, por irrigación natural, en la española. En el «lío de culpabilidades» que esboza Ángel Expósito en su vídeo blog del domingo, cabría añadir una más moral que legal: la de los propios jóvenes.
Sin perjuicio de las graves responsabilidades, aún por elucidar, de la empresa organizadora (la inquietante Diviertt SL, de Miguel Ángel Flores), las empresas de seguridad subcontratadas y la supervisión municipal, un análisis riguroso del fatídico suceso no puede soslayar el papel de los miles de jóvenes congregados dentro del recinto.
Se colaron menores de edad, a los que se daba la posibilidad de consumir todo el alcohol que quisieran. Así, apenas extraña que abundara la visión de gente «en coma etílico o con sobredosis». Tampoco, que proliferaran las vomitonas y las pérdidas de conocimiento.
Hubo al menos un hurto de cartera y móvil, un apuñalamiento (pequeño detalle del que quizá no nos hubiéramos enterado sin las avalanchas) y, en los momentos críticos, fuertes agresiones en forma de empujones, pisotones, puñetazos o mordiscos. También se empujaban unos a otros para «bailar» y se subían unos sobre otros para divertirse. Todo esto, bajo el atronador y embrutecedor taladro de la “música” electrónica.
Muchos supervivientes, especialmente quienes formaron parte de la “masa asesina”, han hecho autocrítica y examen de conciencia. Varios aseguran que no volverán a una fiesta de estas características.
¿Qué lleva a 20.000 jóvenes de distintas partes de España a meterse en este ambiente infernal? El problema es más profundo de lo que parece: es un problema de mentalidad, un problema cultural. «Si no ibas a esta fiesta, no eras nadie», descubría una superviviente. Quizá valga la pena luchar para que el gregarismo, la inconsciencia, la alienación y la superficialidad no sean señas de identidad del divino tesoro de la juventud.