«Mi sueño era arreglar coches, no zapatos»
El quejido agudo de la puerta de cristal alerta al hombre que, tras el mostrador, repasa los encargos del día. Enfundado en una bata azul y unos guantes blancos, José María observa por encima de sus gafas al recién llegado. Protegido por el mostrador que le concede algo más de dos metros cuadrados, el zapatero se dispone a reflexionar sobre cómo ha llegado hasta allí.
Todo empezó en 1900 en La Añora (Córdoba), donde nació el primer taller. El responsable fue su bisabuelo, y desde entonces el oficio se ha convertido en el negocio familiar. «Luego mi padre sufrió un accidente de coche y tuvo que dejar su trabajo de albañil, así que montó el taller en Vallecas». Los primeros esfuerzos de José María por ordenar su memoria se ven recompensados por el chirrido de la puerta. «¿Cómo te llamas?», pregunta mientras se coloca las gafas. Tras apuntar el pedido, José María retoma el tono pausado para describir el traslado de su padre a Getafe en los años setenta, pero la llegada de dos nuevas clientas se lo pondrá difícil.
«Aquí no se puede hacer nada», dice a una de ellas. Y tras advertirle que el arreglo «saldrá caro» le cobra una señal simbólica.
Cuando el pequeño recibidor queda despejado y el recuerdo se acerca al presente, el tendero confiesa que pisó el taller por primera vez cuando tenía tres años. Pero a pesar de la curiosidad inicial ante «tantos trastos y máquinas», su verdadero sueño no era arreglar zapatos, sino coches. «Empecé a estudiar un módulo de mecánica, pero al final me quedé en el taller».
En los veinticinco años que lleva en el negocio, José María ha reparado unos sesenta zapatos al día (dos por persona), pero niega que la crisis le haya dado más trabajo. «Eso es una confusión de la gente. Lo que pasa es que antes se hacían muchos caprichos como cambiar el color de los zapatos, que ahora ya no se hacen».
Independientemente del éxito actual, José María reconoce que la mejor época de la zapatería fue la de su padre, cuando su taller era el único de Getafe y podía permitirse tener dos empleados. Hoy, en cambio, existen más de diez negocios similares en la ciudad, y la generalización del calzado ha fortalecido el consumo frente al arreglo. «Zapatos hay a perra gorda, y de piel. La gente no arregla por la crisis…», sentencia otra clienta sobre el zumbido de la lijadora.
En cualquier caso, José María disfruta del oficio: «No es mecánico como el de una fábrica, sino que cada día arreglo una cosa distinta». La gran incógnita por despejar es si se mantendrá la tradición familiar. «Tengo dos hijas, pero aquí se acaba la saga. Es ley de vida. Los negocios como la carpintería, que es el más parecido a esto, se acaban». Y sin embargo, a los cinco clientes que recibió en veinte minutos se suma una chica que, en una esquina de la minúscula sala, aguarda descalza sus botas nuevas.