Toro Bravo, un pintor mesiánico

La puerta del número 17 de la Calle de los Escritorios de la ciudad complutense está abierta, como siempre. Un cartel indica que se trata del «Museo de Pintura de Toro Bravo». No se escucha nada. A la derecha, en una estancia pequeña y repleta de cuadros y láminas, un hombre con una melena que le llega a la cintura y una barba igual de larga y blanca invita a pasar. Huele a óleo y disolvente. La vista se pierde entre tantos colores.
— ¿Es usted Toro Bravo?
— Sí, yo soy.
Sin ceder un segundo al silencio propone disfrutar de la sintonía que desprende su trabajo. «Si cierra los ojos y escucha un momentito, parece que hay una gallina picando trigo en una lata». Es cierto, es así como se expresa el bolígrafo Bic con el que siluetea la figura desnuda de una mujer en un cuadro que remata con diminutos puntos. Está sentado sobre una pequeña columna de periódicos viejos que ha convertido en butaca rematando la torre con unos cojines. No tiene una paleta con la que mezclar los colores: se sirve de un trozo de metal con forma triangular. Tampoco apoya el lienzo sobre ningún caballete.

Todo a su alrededor es singular. Sorprende la cantidad de cuadros que hay en el lugar donde no sobra ni un centímetro. Incluso el techo está forrado de láminas. Sin embargo, no hay un orden claro. Pinturas religiosas se mezclan con estampas taurinas; mujeres desnudas comparten esquina con extraterrestres; paisajes de la ciudad de Cervantes realistas como fotografías guiñan un ojo a flores y bodegones, e incluso varios retratos suyos. Un maremágnun de ideas, de conceptos, de colores, de formas, de trazos… pero también de técnicas. De repente, la mirada se detiene en un mosaico de sellos sobre los que el artista ha dejado caer con maestría cuidadosos trazos que dibujan seres alados, un ramo de rosas o un toro encabritado. Podría ser discípulo de Dalí o de Picaso, o quizás haber heredado el gusto por la tauromaquia de Goya, pero nada de eso es posible cuando se trata de Toro Bravo.
— ¿Ha estudiado historia del arte, dibujo…?
— ¡Qué va! Toro Bravo es el tonto más tonto de todos los tontos juntos. Le dio por pensar, meditar y hacer oración y ahora es un mesías.
Sus centenares de cuadros no están a la venta. Puede haber excepciones, pero son sólo eso. Una venta es para Toro Bravo una ofensa. De su museo sólo pueden salir las postales de Alcalá de Henares que descansan sobre el expositor en una de las esquinas de su estudio.

Si hay algo que define a Toro Bravo es su facilidad de palabra. No es necesario tirarle mucho de la lengua. Así, sin más, comienza a desgranar un conjunto de ideas y conceptos que arman una filosofía propia. Filosofía que, por otro lado, ha plasmado en varios libros: Los Evangelios de Toro Bravo, Magia-Luz… Entre sus disertaciones merecen ser destacadas las siguientes:
— No alcanzamos nuestros propósitos porque no concentramos todas las energías en ellos. Las dejamos fueras. Si tú concentras la mente en un punto puedes alcanzar lo que sea.
— Mi misión en este mundo es enseñar la inmortalidad física. Lo que de verdad se produce no es la muerte, sino un cambio en el alma. El alma es eterna y para vencer la muerte física lo único que hay que hacer es dirigir la descomposición biológica del alma en tu favor.
El mesías no duda de su inmortalidad y asegura que ya la ha puesto a prueba: «He tenido varios accidentes y nunca me ha pasado nada grave». Y con ese afán de contar que le caracteriza, el jienense muestra sus dotes taurinas. Su hijo fue quien lo descubrió, confiesa entre risas. Sin más, se levanta de su improvisada butaca y, con uno de los cojines haciendo de capa, comienza a emular a Cantinflas. O eso dice. Se entusiasma tanto que, haciendo gala de su enorme vocación didáctica, se arranca con la explicación de sus pases:
— El toro utiliza un ojo para mirar y el otro para embestir. Si tú le colocas la capa por la derecha, él se fija en esa dirección, va hacia ella con fuerza -detiene un segundo la explicación y gira su cadera hacia la izquierda acompañado de su improvisada capa- y entonces tú giras hacia el otro lado. El toro ya no puede cambiar la dirección porque ha cogido fuerza. Y te embiste por el otro lado.

Levanta la mirada del suelo como si escuchase los vítores de la plaza y, sin preámbulo, espeta: «Yo he sido torero, con vaquillas… no con toros de 500 kilos. Y en el futuro seré torero. Lo he visto». Preguntado por las burlas que circulan en la calle acerca de su locura, responde sin reparo: «A mí no me importa que me crean o no me crean. Nadie se quiere llevar las pruebas. Si se llevan las pruebas sería el fin de todo lo establecido».
