Una fábrica de ilusión en una plaza muerta
Una niña y un niño se montan en un tren. La plataforma está vacía. Suena la sirena y el vehículo avanza. No es un tren normal, es el carrusel de Canillas. El que lleva desde 2003 dando movimiento a la parcela vacía de la calle Silvano, a la «plaza muerta», como la llaman los feriantes.
Jorge, el hombre de detrás de la cabina, el vecino sin casa en el barrio, ha visto abandonar Silvano a su hermano, que antes llevaba un aerobaby, y a otro compañero, que ponía los coches de choque. Sólo queda él defendiendo la plaza. Poco queda de épocas pasadas en las que los tiovivos eran instalados en los jardines privados de la realeza, sí, pero también de los tiempos prósperos de estas atracciones. Los niños del barrio suben casi de uno en uno al carrusel. «No esperamos a que se llene porque, si no, se tiraría toda la tarde aquí el pobre», afirma el feriante, y con una declaración desafiante, añade: «Yo sigo aquí por deporte».
Sabina suena de fondo y enmascara los chirridos de unas máquinas mal engrasadas, pero también entretiene a Jorge, nieto de feriantes, hijo de feriantes, hermano de feriantes, durante las horas muertas. Son muchas. Tiene el permiso del Ayuntamiento del 1 de septiembre al 31 de diciembre, aunque suele conseguir una prórroga en abril. En verano recorre España. «Estos terrenos los llamamos plazas muertas porque no hay festejos ni actividades… estamos aquí a lo que caiga». Cuenta que su mujer le regaña, por seguir defendiendo la plaza a solas, porque no es rentable, porque tras pagar la licencia al Ayuntamiento -mil euros-, el gasoil del generador y la gasolina del coche para ir y venir de Usera, gana lo justo para la semana o incluso pierde. «Siempre esperamos a que mejore… a veces hacemos cambios de sitio, pero el que tiene un sitio así [una plaza muerta], no lo puede dejar, no sabes cuando vas a encontrar otro».
Intenta adaptarse a los nuevos tiempos. A eso que llaman marketing. Esta temporada ha imprimido invitaciones para repartir en los colegios. Un viaje en ciervo, en tren, en lancha o incluso en la olla en la que los negritos van a cocinar -saliendo indemne de la aventura- por la mitad de precio: un euro. Pero el día anterior, comenta, abrió el carrusel e hizo «cero euros».
Habla en plural aunque está solo. Recuerda la época de su padre, en la que sacaba para comer todo el año con lo del verano. Jorge lo ha intentado: ahorrar todo lo posible para aguantar el invierno. «Pero eso ya no se puede», asegura. Otros años probó a trabajar cargando cajas navideñas o turrón. Este año está a solas con su tiovivo. Los feriantes «somos aprendices de todo pero oficiales de nada», lamenta, porque eso ya no les vale a los contratistas.
Un padre se acerca a la cabina y compra tres tickets por cinco euros. Sólo usa un viaje. El resto los guarda para otro día. «Antes este sitio aguantaba. Lo de ahora tiene que ser o por la crisis o porque se ha hecho un barrio viejo», pero tras pensarlo un segundo lo descarta. A veinte metros del carrusel hay una escuela infantil.
«Aparte de esto, tengo una asociación de feriantes con mi padre, mi suegro, la familia…y organizamos fiestas en Usera, en Villaverde, en Vallecas. Las organizamos nosotros con el Ayuntamiento. Pero ellos ahora no pueden hacer fiestas porque no tienen dinero y nosotros no podemos pagar todo los festejos, nosotros sólo hacemos una aportación».
– ¿Y no se plantea colgar el hábito?
– No, ¿cómo voy a dejarlo?
Me ha encantado esa nostalgia, esa melancolia que tiene el articulo. Te empapa de soledad, abandono… y sin embargo eres capaz de ver la fuerza de Jorge, su tenacidad.
Enhorabuena, toda esa atmosfera la has creado tu sola.