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Ser gay y vivir en un pueblo, difícil ecuación

Ahora Carlos tiene 29 años
Carlos fue marginado en su pueblo por ser homosexual. Fotos: J. P. M.

Cuando Carlos dejó el instituto solo tenía 16 años. En su último día, mientras estaba en clase, varios de los que eran sus compañeros le esperaban a la salida con cadenas y puños americanos. Querían atarle a la verja y darle una paliza. Su único crimen: ser homosexual.

No hay que irse muy lejos, ni en el espacio ni en el tiempo, para encontrar el sitio donde esto pasó. Ocurrió hace 13 años en un pueblo de Madrid. Abandonar los estudios significó para Carlos el final de una pesadilla. Hasta entonces había aguantado insultos, empujones, arañazos, patadas, palizas de todo tipo, y una vez hasta se tuvo que cortar el pelo porque le pegaron un chicle. Fue, en definitiva, un niño marginado.

«Me suspendió por marica»

«En los recreos me quedaba en la biblioteca leyendo, como en las típicas películas. Solo tenía amigas y no podía ir con ellas por lo que pudiera pasar. Con los chicos me volví muy selectivo, ya que vinculaba a todos con los que me pegaban», reflexiona. ¿Y los profesores no hacían nada? Contesta enseguida: «Ninguno me defendió, ni siquiera intervenían en las peleas, nunca nadie dio la cara por mí. De hecho uno de Matemáticas, que además era mi tutor, me dijo literalmente que me suspendía por marica».

Carlos, cosecha del 83, tuvo claro desde pequeño que era homosexual. Cuenta riéndose como con solo cuatro años levantaba el vestido a las novias para ver qué zapatos llevaban. «Jamás lo oculté, pero tampoco hice alarde de ello», explica mientras fuma un cigarrillo. Hijo único, sus padres siempre han sido su mejor apoyo. Sin embargo, la gente del pueblo que le vio crecer le señaló con el dedo. Para ellos, el que fuera maricón era algo diferente, desconocido. De ahí el rechazo.

La educación es clave

¿Cuál es la raíz de este problema llamado homofobia? «La educación que reciben y que no ven más allá de sus propios ojos», responde. Y añade a continuación que la sociedad sigue siendo igual de cerrada que antes. «Lo que yo viví también pasa ahora con los chavales que tienen 13 o 14 años. Hoy esa gente que me pegaba me da lástima, siguen ahí en el pueblo y no avanzan», afirma con contundencia.

Después de tantos años de sufrimiento, Carlos ha conseguido borrar muchos malos recuerdos. Lo hizo gracias al psicólogo, al que acudió entre los 19 y los 22. No era capaz de relacionarse. El maltrato sufrido durante su infancia le había creado un trauma que le hacía no fiarse de nadie. Reconoce incluso que se volvió insoportable.

Carlos tiene ahora 29 años
Para Carlos la educación recibida es clave en las sociedades homófobas

«Cuando me vio el médico me dijo que tenía trastorno abusivo-compulsivo. Yo creía que todo el mundo estaba en contra de mí, que me perseguía. Iba dos veces por semana y las sesiones consistían en que yo hablara y me desahogara», explica antes de agregar de manera irónica: «He pasado por todos los tranquilizantes y relajantes del mundo». A pesar de que se trataba de sesiones muy duras, por tener que rememorar el pasado, a Carlos le sirvieron de mucho. Expulsó todo lo que tenía guardado.

Desde entonces solo ha tenido que volver al psicólogo una vez. Fue en 2007. Explica brevemente el porqué: «Empecé a salir con una persona y no me aguantaba. Nuestras conversaciones eran bronca tras bronca, pero como veía que podía haber futuro acudí al médico a que me ayudara». La terapia surtió efecto. Hoy, Carlos sigue con la misma persona que conoció hace cinco años. Ya no toma pastillas. Sin embargo, algunas secuelas le condicionarán el resto de su vida: «Por ejemplo, siempre entro a los sitios a la defensiva. No puedo evitarlo, aunque ahora no agacho la cabeza como antes».

Cambio radical

Al abandonar el instituto, su vida dio un giro. Al mes encontró trabajo en una peluquería de Madrid. Empezó de cero: doblando toallas y barriendo pelos. Cambió de ambiente y, como él mismo dice, «el contraste fue bestial. Al principio valoraba incluso el hecho de salir a la calle y que nadie me dijera nada». Luego, medio en broma medio en serio, dice que en el pueblo «llevaba hasta chándal».

Desde entonces, el empleo nunca le ha faltado. Años después, a los 20, se trasladó a vivir a la ciudad. Las cosas le iban bien. La vida le sonreía. Por un tiempo combinó su trabajo en la peluquería con el de modelo fotográfico, pero al final acabó dejando lo segundo. El motivo fue que no paraba: salía de trabajar y se iba a Ifema. Llegaba a casa a las cuatro de la mañana y se levantaba a las siete.

«Soy de derechas al cien por cien»

Más tarde, montó su propia peluquería, «pero estaba Zapatero y tuve que cerrar», sentencia. Carlos no duda en admitir que es un gay atípico: «Soy de derechas al cien por cien y además no me gustan los clásicos homosexuales porque odio los guetos». ¿Cómo? «Nunca me verán por Chueca. Fui en su momento y no me gustó. Si quieren igualdad, ¿por qué te encierras en un barrio y no vas más allá? ¿Por qué tiene que haber un día para ti?».

Habla de la homosexualidad en tercera persona y es que rechaza que le etiqueten como miembro de un colectivo. Sale a relucir rápido la cuestión del matrimonio. Aquí también es muy crítico: «Es una gilipollez que hipoteques tu vida en si te puedes casar o no porque si no tienes dinero no lo puedes hacer. A mí me da igual, solo es un papel». No cesa ahí su disconformidad con el mundo gay, si es que puede llamarse de alguna manera. Existe la opinión de que tienen fama de promiscuidad. «En muchos ocasiones esa fama está ganada a pulso», admite, para a continuación deja claro que no es su caso.

En mayo volvió al pueblo. «Tengo trabajo, pero los alquileres están muy caros», se justifica. Allí vive con su pareja, aunque apenas sale por el municipio. A veces se cruza por la calle con algún excompañero. «Cuando me los encuentro y les miro, bajan la cabeza», dice con una media sonrisa.

Ahora Carlos tiene 29 años
Aunque vive en un pueblo, su vida está muy lejos de él