El euro de la felicidad motorizada
Debe de ser una de las diversiones infantiles más caras: un euro, un minuto. Pero, en Hortaleza, abundan. He visto máquinas infantiles con forma de coches, caballos, camiones de «Bombeiros»… He visto globos aerostáticos, camionetas de «Hot Dogs» —con un perro salchicha en el techo— y hasta hormigoneras. Descubro que Hortaleza es el paraíso del Euro Eternamente Reclamado. Niños versus Padres. Con el ánimo de ayudar a ambos, me dispongo a evaluar cuáles son las máquinas que ofrecen una Mayor Diversión. Que cuando alguna de las figuras paternas acceda a gastarse los cuartos sea para una experiencia realmente Reconfortante.
Las máquinas más numerosas son las que tienen forma de coche. Llego a contar nueve en mi pequeño recorrido. Decido montarme en los automóviles (y no tiene nada que ver con mi infancia ni con años de ilusiones frustradas por esa eterna frase: «El Próximo Día») a pesar de las miradas sorprendidas, curiosas, indignadas, compasivas y maliciosas que suscita mi aventura. Sí, las diferencias físicas entre una chica que supera la veintena y un niño que ni se acerca a la pubertad son demasiado evidentes.
En la calle Ángel Luis de la Herrán, número 31, frente a la mercería Cañas y su escaparate de tijeras, hebillas e hilos, está el «auto de papá». Yo nunca lo hubiera llamado así. Es un Smart amarillo con flores rosas, pero al acercarme detecta mi presencia y se presenta: «Hola amiguito, ven a jugar en el auto de papá». Su voz es algo aguda. No tiene pilotos parpadeantes y sus ruedas están pintadas sobre un relieve en la carrocería. En su interior, dos botones: uno azul y uno morado. Y la ranura que indica que por un euro te llevas dos viajes.
El tamaño del auto no es demasiado atractivo para mí. De largo mide* 124 centímetros desde la matrícula FKS 2341 delantera a la trasera. El tamaño para las piernas es aún menor: medio metro. No soy demasiado alta, por eso resulta gratificante averiguar que al menos mis piernas no caben en tan minúsculo espacio. La parte negativa: me quedo fuera, mirando a un lado y con mirada triste, cómo funciona la máquina. La banda sonora no podía ser otra que la del «auto de papá». Sus movimientos parecen suaves. Todo un caramelo para los pequeños (muy pequeños) que salgan del colegio público Pablo Picasso, a tan sólo cuatro números del Smart.
Un Hot Rod salvaje
El Hot Rod del centro comercial de Bucaramanga es un sueño. Motor al descubierto, ruedas de goma (y no de plástico duro pegado o pintado en la carrocería), llamas aerografiadas en los laterales, caja de cambios, acelerador y mucho más espacio para las piernas que el Smart. Incluso su localización en el centro comercial es perfecta: justo delante de una tienda de chucherías. Está todo pensado, tiene hasta dos volantes para evitar peleas fraternales. Al acercarme su motor ruge. «1 euro, 1 viaje», reza un cartelito. Solo me quedan monedas de 20 céntimos. Empiezo a atiborrar la ranura a moneditas pero la máquina no devuelve el reconfortante sonido del metal al caer correctamente en el depósito. Me quedo casi sin monedas y estoy luchando contra la máquina cuando una voz grave me pregunta por la espalda: «¿Puedo ayudarla?». Es el guardia de seguridad, Alex. Al menos 1,90 m de altura, tez morena, pelo negro, uniforme gris y chapa «ATENCIÓN AL CLIENTE». Temo que mi experiencia en Hot Rod haya terminado aquí y suponga la reencarnación de la privación paterna en versión moderna. Le explico que la máquina se ha tragado mi dinero y me acompaña hasta la sala de juegos de la que depende el coche. Se queda observando hasta que comprueba que hablo con la encargada.
De vuelta a la máquina con la chica (Alex vigila desde su atalaya) rezo porque haya algún menor cerca con el que justificar mis acciones. Pero no hay suerte. La chica se queja de que los niños a veces meten papeles en la ranura y se atranca. Abre la máquina y me devuelve 40 céntimos. Juraría haber metido más. No le encuentro la gracia a las bromas infantiles.
Me da cambio en una moneda de un euro y en cuanto me aseguro de estar fuera de su campo de visión, me siento por fin en el Hot Rod y meto el dinero. El automóvil empieza a temblar, a moverse hacia delante y hacia atrás, derecha e izquierda. El botón rojo es para música americana, el botón verde para conseguir el asesoramiento del copiloto, al que se oye como a través de la radio, y el azul no logro averiguarlo. Lo mejor de todo, el acelerador. Es pisarlo y el motor empieza a rugir y el movimiento del coche es cada vez más rápido. Se siente la velocidad, de verdad. Estoy disfrutando tanto del viaje que prefiero no levantar la vista y ver a la gente que está cruzando por delante. Para cuando más o menos he aprendido a manejar el coche, el minuto de gloria se acaba. Deberían poner instrucciones. Puedo concluir que la edad recomendada para el Hot Rod es mucho más elevada que la del Smart (y con esto no pretendo justificar que me haya gustado o que quiera más o que es posible que algún día vuelva).
Vuelta a los 80
Ahora bajo las escaleras del centro comercial de la carretera de Canillas y ahí está: un Pontiac Firebird Trans Am negro. El Coche Fantástico, el Knight Rider: ¡KITT! Uno de los pocos supervivientes a los 80 junto con Madonna. Promete una experiencia a lo Michael Knight (o a lo David Hasselhoff con 30 años), aunque hay errores que cualquier padre aficionado jamás perdonaría (no sé si los niños de este siglo son capaces de apreciar el Coche Fantástico en su justa medida: como un icono generacional, una joya de la televisión). En su matrícula se lee KYT, ¡KYT! Hace tanto daño como ir a un mercadillo y ver zapatillas Kike en vez de Nike.
Paso por alto ese detalle. La carrocería devuelve un brillo oscuro y el cuadro de mandos… está apagado. Sigo el rastro del cableado y rápidamente descubro que está desenchufado. Compruebo que no hay moros en la costa y lo enchufo a hurtadillas. La barra digital del cuadro de mandos se enciende en rojo, el contador de las revoluciones por minuto se pone a cero, comienza a oírse la banda sonora del Coche Fantástico y me acerco anhelando oír esa voz robótica pero sugerente diciéndome «hola Michael». No cae esa breva.
Al intentar subir, descubro que es más difícil que en los anteriores. El asiento está cerrado por puertas que no se pueden abrir. Aquí, o los niños son aupados o no suben. Yo pongo en riesgo mi integridad física para montarme. Y, milagrosamente, quepo, aunque en condiciones extremas: las rodillas aprisionan mi pecho, casi no respiro (aunque podría ser por la emoción) y no llego a tocar el asiento, es mi cadera la que sustenta el peso de mi cuerpo al estar a presión contra las puertas. Pero no me preocupa que vaya a necesitar ayuda para salir. Sólo quiero meter mi euro, que promete tres viajes, y darle al botón «Radar», «Sirena» y, sobre todo, «Turbo». Aún recuerdo con fascinación cuando Michael Knight lo accionaba y KITT salía volando.
Voy a meter la moneda. Los segundos se cuentan por minutos. Un sudor frío me impregna la frente (sigo sin saber si por la emoción o por mi precaria condición física) y me llevo el peor varapalo de la mañana: la ranura está atascada. Los niños son unos profanadores.
Cuando consigo bajar, pregunto en las tiendas de alrededor. En ninguna saben quién lleva la máquina pero me aclaran que suele funcionar. Y para rematar mi fiasco, una de las trabajadoras me comenta que es normal que la gente enchufe la máquina. He hecho el ridículo conectando a escondidas la máquina. Ya lo sabéis padres, no hay peligro.
Safari en la jungla comercial
El Carrefour de la Gran Vía de Hortaleza es el DisneyWorld de las máquinas infantiles de a pie (y digo la versión yanqui de la empresa porque casi todas las máquinas están en inglés con letreros como «U.S. Army», «Hot Dogs» o «Western Shot»: la colonización cultural empieza cada vez más pronto). Hay tres coches diferentes aquí, aunque tengo que hacer un esfuerzo por no salirme del tema: hay un caballo parecido a los de antes, pero mucho mejor. Ahora vienen con una pantalla (analógica) en la que van apareciendo siluetas para que los niños las disparen con el revólver que hay al lado del caballo. Tienen hasta un marcador para saber a cuántos indios han matado. Me quedo tanto tiempo fascinada y tomando notas que el guardia de seguridad se acerca para preguntarme qué estoy haciendo. Le sonrío y digo que un artículo. Se va riéndose… no sé por qué razón.
Tras hacer una ronda, me decanto por el 4×4 que hay frente a la tienda de Vodafone. Es rojo y azul, ruedas pintadas sobre la carrocería y faros reales que parpadean. Tiene el techo abierto y asientos traseros habilitados, algo poco habitual según mi ya extensa experiencia. Lo que más llama la atención es la pantalla que hay integrada en el salpicadero. Debe ser la única máquina que no está en inglés: está en japonés. Eso no ayuda.
Me monto en un despiste del guardia de seguridad. El coche vibra ligeramente y el movimiento es muy suave. En la pantalla aparece un mono que sale de detrás de unos árboles. He de decirlo, la animación es de tecnología del siglo pasado. El mono se ríe y habla en japonés. Creo que también dice «bye, bye» al desaparecer el animal, pero con tanto lío de idiomas no estoy segura. Doy al botón amarillo del salpicadero: no funciona. Mientras, la pantalla vuelve a llenarse de árboles que se quitan por capas y aparece un león de gran melena castaña. También se ríe. Me parece algo siniestro. En este punto me pregunto si se verá la pantalla desde el asiento trasero, pero no soy capaz de colocarme detrás. Lo que está claro es que si no hay pantalla, el 4×4 no ofrece gran cosa. El último en aparecer es un elefante rosa. Ahora comprendo que se trata de un safari. Uno muy poco realista. El león ya me habría devorado (he tenido que dejar las piernas por fuera del coche).
Fórmula 1
La última parada es en el centro comercial Palacio de Hielo. Llego a la zona de las máquinas, frente a la bolera, y la estrella es sin duda el coche de Fórmula 1. Mi primer acercamiento no es muy afortunado. Le hago una foto, pero el guardia de seguridad me ve (nunca los había visto, pero resulta que los centros comerciales están llenos de guardias de seguridad) y me persigue. Aunque intento darle esquinazo, me caza y me cae una pequeña reprimenda. «No se pueden hacer fotos» (para quien no lo sepa).
Me espero un rato y merodeo por el centro comercial. Descubro que el recurso de los padres es montar a los niños, pero sin meter ningún euro. Es algo más de lo que me dejaban a mí y, en algunas de las máquinas, tampoco hay casi diferencia. Cuando vuelvo al coche de F1 hay un grupo de cinco mujeres de mediana edad hablando. No tiene pinta de que vayan a moverse. Me dedico a apuntar cada detalle a la espera de que se vayan, no quiero que me vean disfrutando de la velocidad.
La carrocería a tramos azules, blancos y rojos (quizá porque es un barrio donde abundan los franceses) tiene pegatinas de todo tipo. Falsas como «Repsul» o «Wodafonel» y otras reales como «Pirelli» o «Magneti Marelli». Hay cuatro tubos de escape. Esto promete. Y las mujeres no se van. Tengo que pasar por el bochorno de intentar entrar… y no conseguirlo. Malditos deportivos, siempre tan bajos. Mis rodillas chocan con el salpicadero. No puedo quedarme dentro, pero lo enciendo. El coche tiene tres botones, dos amarillos y uno verde. Son un timo. No hacen nada. No tiene música, ni siquiera el esperado rugido del motor. No lo digo por resentimiento, pero el coche promete más de lo que da.
Y tras todo un día de excursión, un minuto realmente Reconfortante y con cinco euros menos en el bolsillo, me vuelvo a casa andando… y melancólica.
[box]*Nota al pie: Varios días después de mi experiencia, volví al Smart de la calle Ángel Luis de la Herrán metro en mano. La tienda estaba cerrada y el auto guardado en su interior. Como solución, las medidas están tomadas con un programa informático a partir de una foto y la referencia del pomo de la puerta al suelo.[/box]
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Un buen artículo, muy original. Buen trabajo.