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Muchacha de Lavapiés

Muchacha de Lavapiés
Muchacha de Lavapiés

1 | Tirso de Molina

A medida que uno desciende por la calle Mesón de Paredes se va encontrando cómo baja también la calidad de las mercaderías expuestas en serie en los escaparates. Locales alargados, en cuyas paredes cuelgan decenas de collares con los que la luz se entretiene hasta reflejar el color dorado del latón reciente. A tu espalda, la presión de un chino sin expresión en los ojos, espía tus deseos y especula con la profundidad adquisitiva de tu cartera.

Entre fardos repletos de ropa, las conversaciones que se entrecruzan en tus oídos se vuelven casi o del todo ininteligibles. Ya en la calle, en una explanada de cemento, los cuerpos de los senegaleses contrastan con el alegre color ocre de tierra, o el rojo de almagre tostado por la luz del mediodía, de las casas de la cercana calle del Amparo. Unos pocos conversan en la sombra, apoyados contra la pared de piedra de una tienda de ultramarinos, en vuelta con la calle de los Cabestreros.

Un espíritu de corrala y distinguida dignidad me seduce. Me siento sobre una lápida blanca, apilada junto a otras, decoradas a la manera clásica. Rombos sacados a cincel, con marcas que denotan antigüedad. Bajo el sol del mes de enero, me dejo arrastrar por los pensamientos…

2 | Alesga

Un año. Ha pasado un año desde la última vez que pasara por aquí camino de la calle Mira el Sol. Un año de lucha que en realidad son trece, desde el mismo día que leí aquello del control y la acreditación de la docencia. Me recuerda el anuncio de la inminente llegada del señor inspector de la Dirección Provincial de Educación. Vendría a examinarnos, a hacernos preguntas según la palabra severa de don Justiniano Casas, el director de la Escuela Nacional de mi pueblo.

Los temores, alimentados intencionadamente por mi maestra también nacional, la señorita doña Presentina Barrio, se extienden más allá del extraño noviembre de 1975. A la puerta de las escuelas de piso de madera desteñida y techos altos, aquella mañana permanecimos inmóviles, sin saber qué hacer. Con olor a lápiz y orina contenida, en el aire pululaban grandes partículas de polvo, detenidas allí desde los tiempos de la posguerra. Bajo la mirada de betún de judea del Cristo colgado en la pared del aula, dueño y señor de tus ojos, tus oídos, tu lengua y todo tu pequeño ser de seis años.

A diferencia de otros días, no entramos a clase. El día gris, el cielo oscuro y las caras de preocupación nos mantenían a la expectativa. Nos tranquilizamos un poco cuando nos dieron dos posters, creo recordar de color rojo−sepia, sin entender la diferencia entre un rey y un caudillo. Regresamos a casa a soltarlos, dejar la cartera y salir a la calle con las manos libres, despreocupados a pesar de la gravedad por habernos quedado huérfanos de padre.

3 | Tránsito de Cabestreros

Con el ánimo templado gracias al sol del invierno, salgo de mi ensoñación. A lo lejos, los atractivos balcones de la cuesta de Embajadores me obligan a levantarme. A mano derecha, sorprendido por no haber reparado jamás en ella, me detengo ante una fuente. Escrito en negro sobre el granito, puede leerse FUENTE DE CABESTREROS. AÑO 1934. REPÚBLICA ESPAÑOLA. AYUNTAMIENTO DE MADRID.

Avanzo, y al entrar por una calleja, veo al fondo una chica delgada, de hermoso rostro, que se encuentra parada en la acera husmeando entre libros. Me dice:

−«¡Eh tú! ¡Este callejón no tiene salida!»

La miré y desde entonces no he podido olvidarla.