Tres rincones de Atocha para una suiza aventurera
—Estuve esperando cuatro meses para comer un bocadillo de calamares gigante en el Bar Brillante, porque me dijeron que era el más típico de Madrid. Cuando lo probé no me gustó nada. ¡Y me costó seis euros! —dice Sarah Balet, una suiza que trabaja como becaria para la Organización Mundial de Turismo en Madrid.
Sarah es una mujer muy expresiva. Es imposible conversar con ella y no soltar una carcajada en menos de cinco minutos. Su risa contagia. Pide un bocata y una caña a un camarero que grita: «¡Paquirri, calamares uno!». Se ríe y dice «eso es muy bueno». Luego mira al suelo lleno de papeles, «está muy sucio».
Comienza a conversar con el hombre que está tirando cervezas detrás de la barra, «pero qué chica tan guapa», le intenta coquetear. Ella le pregunta quién es el dueño y si trabaja con ellos, «es uno más de nosotros. Viene todos los días por la mañana y se pone a barrer», responde el empleado. La suiza tiene don de gentes, es capaz de hacer amigos en cualquier esquina. Se despide del camarero de la barra y va al Reina Sofía. Es sábado por la tarde, el museo es gratuito.
El “hospital” de Reina Sofía
«Al principio no tenía muchos amigos, y como el museo me quedaba al lado de casa, venía un ratito para ver las exposiciones», vuelve a reírse,«es muy divertido». Se dirige al jardín principal en el que un grupo de españoles conversan dando berridos y una pareja china se hace fotos en uno de los bancos de madera, al lado de la fuente que está en el centro del rincón verde. «Antes, el Museo Reina Sofía era un hospital, por eso es tan grande». Sarah sube al último piso, saca una foto con su Iphone, a sus espaldas está la estación de Atocha. Se recorre las puertas y las pantallas y los cuadros del gigante artístico, «me gusta venir porque así aprendo la cultura del país». Tiene especial predilección por el Guernica.
El jardín tropical de la estación
Sarah vive en el Paseo madrileño de Santa María de la Cabeza, en un piso de estudiantes que comparte con tres compañeros, dos de ellos son ingenieros. Su apartamento queda a diez minutos andando de Atocha Renfe. Cada mañana coge un tren a las diez para ir a su oficina, en Plaza Castilla. Pero siempre se detiene unos instantes para oler las plantas del parque tropical, «nunca antes había visto un jardín en medio de una estación. ¡Me encanta!».
Una pareja de españoles se besa en uno de los bancos, entre los arbustos. A su lado, una retahíla de personas están sentadas escuchando música o leyendo los titulares de la prensa del día. La suiza reconoce que pese a haber vivido en distintos lugares, como Kenia y Viena, le sorprende ver árboles, y animales, entre pasajeros que recorren los pasillos de la estación, con sus maletas de ruedas. Su prisa les impide reparar en los pequeños detalles, para ellos cotidianos, sin importancia. Anodinos. Para Sarah llenos de vida, sorprendentes. Distintos.