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70 años de películas para soñar la vida

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Juan Martín (con barba) en el Rastro. Foto: J. López

Hace sesenta años que llegó a Madrid procedente de Extremadura. Cantautor en los años sesenta, vivió en Barcelona y París persiguiendo sus sueños de artista. Autor, actor y realizador, Juan Martín contaba con nueve años al llegar a Vallecas. Los suficientes para no olvidar su pueblo. Y los necesarios para dejarse impresionar por las películas en blanco y negro que en los años 50 veía en los cines del barrio. Sesiones dobles con escenas de los suburbios de Roma, que marcaron de por vida la sensibilidad del chico. Cine neorrealista para ahondar en la complicada existencia de Chencho por las barracas del extrarradio de Madrid.

Recién llegados de Extremadura, ante el cine Callao, en la Gran Vía, su madre le dijo: «Mira Juan, aquí es donde estrenan todas las películas». De la mano de sus padres, los sábados por la tarde solían acudir al cine Excelsior. Fueron a ver El hombre del paraguas blanco, del difunto director Joaquín Romero Marchena. Un día, cogió el programa de mano, la guitarra, y empezó una canción: «A Cañada Alta, ha llegado el buhonero, con el carro, la barba, paraguas blanco y sombrero…». Pasado el tiempo se compró el paraguas:

—Vengo a comprar un paraguas.

—Sí, ¿cómo lo quiere?

—Pues mire, quiero un paraguas blanco.

—¡Es que eso tan original no lo tenemos!

—¿Y usted no sabe dónde me lo podrían hacer?

—Por donde los cines Luna te lo hacen.

Cuando llovía «iba por la calle recitando la canción. Metido debajo del paraguas blanco ves una luz sorprendente. Bajo el negro ves todo oscuro. Ahora ya no estoy para esas fantasías, en las que mi poesía hablaba conmigo».

Cerro del Tío Pío

Al llegar a Madrid, ocuparon una chabola en el Cerro del Tío Pío. Dormían vestidos. Muy temprano oían pregonar: «Hay porras y churros calentitos». Se abrigaban con las mantas de tiras, tejidas en los telares del pueblo. Al salir por la mañana, veían la maraña de barracas que se apretaban unas contra otras, alineadas en estrechas callejuelas. La capital, vista desde el cerro,«lejana y como postrada», parecía que esperaba ser «conquistada por los chabolistas».

Iba con su madre a lavar la ropa a una fuente cercana a la vaquería «del tío Tomás Elías», donde veía ordeñar las vacas.

—¡Chencho no te quedes ahí embelesao, mira que te mira! —le increpaba su madre para sacarlo de su ensoñación. —¡Venga, venga, que ya estoy aclarando la ropa!

A regañadientes regresaban a casa con el cántaro del agua. A lo lejos, veían pasar el carro del lechero sobre el cerro, con los radios de las ruedas «pintados por franjas, girando por la fuerza del caballo. Parecía un caleidoscopio».

Entrar para ver y luego soñar

Conocía el Puente de Vallecas al dedillo. Bajaba por la calle Picos de Europa porque le gustaba ver a los legionarios que hacían la guardia en el cuartel. En la Avenida de la Albufera había una serrería «en cuyo patio proyectaban su sombra unos eucaliptos». Un remanso de paz que no alteraba el ruidoso paso de los trolebuses. Por allí pasaban las líneas 4 y 7, «arracimados de viajeros de alpargatas y fiambreras».

Vallecas crecía al ritmo de la emigración llegada del Sur. Pequeños negocios improvisados se abrían para satisfacer las necesidades de los recién llegados. De los comercios salían olores «a café, menta o canela, mezclados con otros de ropa, aceite y patatas». Hacían el recorrido por los cines del barrio: «mis hermanos y yo lo llamábamos el periplo de la ilusión». El cine Excelsior, el Río. Al llegar al Goya exclamaban: «¡Cine Goya, al que van los gilipollas!». En el Avenida, los más pobres entraban a la sesión por una «rubia», una peseta de las de entonces. Ante el recién inaugurado cine Bristol acercaban sus caras al cristal para ver a los espectadores charlar y fumar en los intermedios. «Aquello para nosotros era el mayor descubrimiento del mundo, en el que había que entrar para ver y luego soñar».

Apoyado en la barandilla de la boca del Metro de Vallecas, veía también el ir y venir de la gente del mundillo de la farándula. Titiriteros, comediantes, hombres come-fuego, payasos o bailarinas caballistas. Una trouppe de la ilusión «que yo veía rodeada de una aureola errante, llena de sentimientos y rebeldía».

En el bulevar de Peña Prieta daban la vuelta los trolebuses de la Línea 6. En compañía de un hermano cambiaban los cromos del albúm de Cine Foto con unos amigos. En el kiosko del señor Antonio compraban el último cómic de Mendoza Colt. En una explanada jugaban al fútbol los cuatro hermanos varones. Sus hermanas daban vueltas al corro de la patata en un descampado cercano. Al atardecer, a un grito de su madre, regresan a su casa de chapas metálicas y tablas de cajón:

—¡Rufino, Josué, Manuela, Chencho; que padre y Vicente tienen hambre!

En la pobreza hay mucha belleza

En los años cincuenta, había unas diferencias sociales «muy considerables». Era otra forma de divertirse. Otra forma de ir y ver el cine. «Era distinto». Juan, al contrario, piensa que en la pobreza hay mucha belleza: «a mí siempre me ha gustado, amo la pobreza». Luchino Visconti, el director de cine, quien se ha criado entre grandes lujos y cortinas, sí «sabía reflejarla muy bien». Como en Rocco y sus hermanos. De alguna forma, Juan se siente un roquero de esos que vienen a la ciudad. Un roquero, pero de Visconti. Sin olvidar jamás su pueblo.

Hoy, sesenta años después, su pasión por el cine sigue intacta. Todos los domingos pone su puesto en el Rastro. Programas de mano de las películas de la época. Bufandas y muñecas tejidas por su mujer. Y la charla siempre amable sobre cine italiano. «El eclipse, de Antonioni, es una película estupenda. Y esta de Zurlini, La primera noche de la quietud. Me ha sorprendido mucho el título. ¿Sabes a qué se refiere? A la primera noche tras la muerte, en la cual no soñamos nada».

Una pareja de italianos, de entre veinticinco y treinta años se para delante. Manosea los programas expuestos. «A dos euros». Graduado en cine, el chico ha realizado la tesis sobre Mónica Viti, la actriz de El eclipse, con Alain Delon. «Mónica Viti se ha retirado por Alzheimer», le informa el visitante. «¡La mujer más bella del cine italiano!». Emocionado, el chico pregunta por el programa de La aventura. Tras más de cinco minutos rebuscando entre todos los papeles, por fin aparece éste, y también el programa de La noche, que forma con las anteriores la trilogía de Antonioni. «Vengo al Rastro a hablar de cine. Es bonito porque recupera uno la nostalgia».

A pleno sol

No hace mucho, Juan Martín regesó a Vallecas. En el cine Excelsior, reconvertido en tres salas, entra a ver la última película de Nanni Moretti. Sucedió un hecho impensable en su juventud: «Un espectador que estaba a mi lado sacó un teléfono móvil del bolso y se puso a contarle la película a su novia, que como la habían despedido del trabajo no tenía ganas de salir de casa y se encontraba deprimida».

A la salida, pregunta a la taquillera: «¿Me podría decir usted en qué año inauguraron el cine?». La taquillera no lo sabe. Se dispone a irse cuando le llaman. Un hombre que hablaba con ella, sale de la garita: «En aquél tiempo yo tenía 18 años. Me acuerdo que los cumplí el mismo día que terminamos de tapizar las butacas. Ahora tengo 59. Desde entonces las reparo. Así que eche la cuenta». En 1955.

Con la fuerza del niño pequeño que llegó de Extremadura, al salir del Excelsior recorre las aceras de Vallecas. «Me sentía como Alain Delon en A pleno sol». Sin el pecho descubierto, pero con su corazón latiendo a toda prisa.