El futuro estaba en casa
—Ya todas las cosas suben de dinero y te quitan la paga… —dice Gisela.
—Y empiezan a robar —añade Anabel.
Apenas suman veinte años juntas, pero ya saben lo que es la crisis. Sentadas en el graderío destartalado de un campo de fútbol de tierra, Gisela y Anabel conversan con tres amigos. Mientras tanto, como cada domingo, los mayores juegan al «ecuavoley», el deporte nacional de Ecuador.
La tercera nacionalidad más presente en nuestro país —con 397.000 ciudadanos— pronto dejará de serlo. Más del 70% de los ecuatorianos desean volver a su país antes de fin de año, y más de 15.000 ya lo han hecho desde 2011, según la Embajada de Ecuador en España.
Es el caso de Gisela, una niña rubia que ha estado allí tres veces en sus nueve años de vida. Supo que la cuarta será la definitiva cuando sus padres le dijeron que en septiembre deben marcharse para ver a sus primos. No sabe si regresará a España. «Tal vez de mayor».
—Yo también de mayor. Sí quiero, claro. Como tengo el pasaje de aquí y de allá… —dice Lucía, la más pequeña del grupo. Su memoria revela pocas ganas de marcharse. —No recuerdo qué explicación me dieron mis padres. Hace mucho tiempo… —Quizás por eso se ahorró los detalles cuando se lo contó a Anabel, su amiga del colegio.
—«Me tengo que ir». Y ya está. Eso fue lo que me dijo, —explica con una sonrisa incómoda.
El retorno
La mayoría de los ecuatorianos emprende el viaje de regreso con la ayuda del Plan Retorno Voluntario que ofrece el Gobierno español. El objetivo de este programa es animarles a regresar a su país, y para ello les abona el paro en dos plazos: uno antes de salir de España y otro a su llegada a Ecuador. La condición, que no vuelvan a España antes de tres años.
Pero a las facilidades se une un lento proceso burocrático. Según Lenin —el mayor del grupo, con casi once años— conseguir los papeles «lleva un año entero».
A pesar de sus reticencias a volver, los niños no dudan de que allí les irá bien.
—Mi padre me ha contado que en Ecuador te coge el bus y te lleva al cole —dice Lucía.
—Porque el cole suele ser lejos, como de aquí a Madrid caminando —añade Lenin.
Los miles de kilómetros de carreteras construidos en los últimos años favorecen esas comunicaciones. Pero la seguridad no es completa.
—Mi abuela se cayó de un autobús. Como en Ecuador no hay puertas en los autobuses… —dice Nicole al borde de las lágrimas.
—Pero en Ecuador sí hay puertas en los autobuses —responde Gisela.
—No, en algunos no —sentencia Lenin.
—Mi padre me ha contado que un día iba caminando al cole con sus amigos y le asustaron, porque ya era de noche. Y allí la noche da mucho miedo —cuenta Anabel.
—Que da miedo… ¡Ahí te encuentras al mismísimo diablo! —responde Lenin mostrando enteros sus enormes ojos negros. Ahí te encuentras al Íncubo y al Súcubo, dos demonios de la mitología griega que se apoderan de su víctima mientras duerme.
—A mi padre se le presentó en una mina y mi tío murió.
—Otro mito es el de La Llorona, una niña que tras matar a sus padres empezó a llorar tanto que le llamaron así —continúa.
—A mí me han contado otra historia… —dice Gisela.
La disputa no tiene fin, pero da pie a una nueva reflexión: la seguridad en Ecuador, el tema que más preocupa al Gobierno del recién reelegido Rafael Correa.
—Normalmente no hay robos —dice Lenin, —porque los perros están por las calles y si tienes confianza con ellos muerden al que te intenta robar. También hay muchas serpientes. Yo tengo una.
— ¿En casa? —preguntan ellas.
—No, en un zoo. Es una cobra, la encontramos subiendo las escaleras de mi casa y mi tío la cogió y se la llevó allí.
—Pero es muy fácil matarlas, dice Anabel.
—No, dice Lenin. La tienes que coger y aplastarle la cabeza con un palo. Luego la cortas con un cuchillo y ya ha muerto. Porque en la cabeza tiene todo lo que le da la vida.
La sabiduría popular de Lenin asombra a las niñas, que aseguran ir «¡bien!» en el colegio. A Lenin, en cambio, le va «suspenso… »
—Pero estoy en instituto, y es más difícil… —dice mirando a Nicole, que presume de sobresaliente en inglés.
Para él, el colegio en Ecuador es mucho mejor. «Si quieres dejar los estudios a los seis años puedes. También puedes conducir a los ocho» —defiende orgulloso.
—Raro, ¿eh? Yo no había escuchado eso nunca… —dice Gisela
—Mi hermano dejó los estudios en sexto de primaria y se puso a trabajar en el taller de mi padre —replica él.
Lenin quiere seguir su ejemplo nada más llegar a Ecuador, el país con la tasa de paro más baja de Latinoamérica. Su prima Lucía tampoco quiere estudiar, sino ser «profesora de piscina».
—Yo voy a seguir mis estudios para ver si consigo una buena carrera —dice Gisela.
—Y yo, dice Anabel. Es que es mejor estudiar que no saber nada. Si vas a trabajar como azafata tienes que saber cinco idiomas por lo menos.
—A mí me han dicho que en Italia a los niños les dan cien euros a la semana —dice Anabel.
— ¿Por estudiar? —pregunta Gisela.
—No sé, creo que sí… —dice Anabel.
— ¡Caray! ¡Pues yo me voy ahí para ganarme los dineros! —dice Gisela entre risas.
Los padres de estos niños se los ganan como mecánicos, jardineros, amas de casas, «cosedoras», cajeras de supermercado, contadoras del agua y, en ocasiones, «chapucillas». Ahorran para el viaje de regreso, que sus hijos afrontan como una aventura confusa. Solo Nicole conoce a alguien que ya ha regresado: Esteban.
—Dice que se está muy bien, pero que no puede dormir porque allí la mañana es a las cinco. —El grito de su padre la interrumpe. Son las ocho y mañana hay cole.