Las «madres Teresa» del sur de Madrid
Lo primero que llama la atención del comedor Paquita Gallego de Leganés (190.181 habitantes), además de su meticulosa limpieza, es su minúsculo tamaño: una mesa en la que apenas caben siete comensales ocupa la mayor parte del espacio de un salón que apenas mide cincuenta metros cuadrados. Pese a ello, las 28 voluntarias que lo mantienen logran alimentar diariamente a más de cien personas, en turnos que van desde las 11 de la mañana a la una de la tarde. Porque aquí el único tamaño que de verdad importa es el de las cazuelas de la cocina y el del corazón de las mujeres que atienden los fogones, ponen los cubiertos y atienden a los más necesitados. Los dos son muy grandes.
Encarnación Mora Valero, Encarna, es una de ellas. «El mes de abril hará 24 años que llevo viniendo», explica. Ni sus 82 años ni las varias operaciones de corazón a las que ha tenido que someterse la impiden acudir semanalmente. Le hace ilusión poner todos los platos de la mesa.
«Lo de Encarna es admirable», explica Dolores Rasero, Loli, presidenta de la Asociación Madre de la Alegría y responsable del comedor —aunque matiza: «todos somos jefes»—. «No tiene dolores ni nada. Tiene la gracia de Dios. Como ella, vendremos hasta con el bastón, porque no sé qué tiene esto que una vez que vienes, te enganchas y no puedes dejarlo».
A sus 68 años, Loli ha estado cinco veces en India con los pobres. También ha viajado por África y Suramérica y tiene planeado pasar la Semana Santa en Portugal, atendiendo a niños necesitados en un albergue. Lleva ayudando en el comedor más de la mitad de su vida «tres o cuatro días por semana» y recuerda los tiempos en el que su fundadora, Paquita Gallego (fallecida en 1986), iba por las calles recogiendo niños abandonados para proporcionarles un sitio donde comer y estar calientes. «En aquellas épocas también había crisis, y más grande que ahora… no había ni guarderías. Paquita se fijó en los niños que estaban en las calles mientras los padres trabajaban haciendo Madrid. Decidió hacer algo. Empezó a hablar con los papás para que la dejaran recoger a los niños por las mañanas. Montó una guardería: les daba el desayuno, algo de comer… Empezamos a pedir comida por las casas. Al principio hubo gente que puso pegas, pese a que se hacía una labor muy bonita. Aun así, las ayudas empezaron a llegar, y llegamos a dar hasta trescientas comidas. La cola para entrar daba la vuelta», afirma.
Loli, Encarna y las demás se turnan para mantener abierto el comedor cinco días por semana, en grupos de cuatro o cinco personas. Cuentan con la ayuda de cinco hombres, entre ellos, Dani, un joven espigado que guarda la puerta e «impide que entren borrachos», y Ángel, quién conduce la furgoneta del comedor en busca de pan y suministros. Pero son ellas las que entran a las siete y media de la mañana, limpian el recinto hasta dejarlo absolutamente reluciente y se ponen a cocinar.
La solidaridad vecinal, clave
Pese a sus esfuerzos, Loli aclara que el mérito no es únicamente de los voluntarios. «No podríamos hacer esto sin la gente de Leganés, vecinos que nadie conoce. Mantener esto vale muchísimo dinero, muchísimo. Te lo digo yo, que soy la que paga las facturas con el dinero que nos dan». Para mantener el comedor, los donativos privados son clave. «Recibimos una pequeña subvención del Ayuntamiento todos los años, aunque no sabemos si este año, con la crisis…». Además, organizan festivales, recogidas de alimentos en colegios e institutos, y la panificadora Ruipan les regala diariamente varias docenas de barras. «Hace poco, a unos chicos les tocó la pedrea en la Lotería de Navidad. Vinieron y nos donaron 350 euros. También hay gente que nos lo ingresa mensualmente… la verdad es que el español tiene un corazón muy grande, y Leganés es un pueblo que se mueve mucho, muy caritativo».
Con los aportes de los vecinos elaboran un delicioso menú, escrito por un médico nutricionista, que varía a diario. Hoy es viernes, así que toca «paella ¡con 21 kilos de pollo!», según Isabel, una voluntaria que sonríe mientras remueve con entusiasmo los ingredientes. «Los lunes hay cocido completo, con su morcillo, su pollo…», detalla Loli. «Los martes, lentejas con carne, chorizo y ensalada mixta. Y luego, para cenar, les damos un bocadillo de tortilla francesa, con dos huevos. El miércoles, judías y pescado de segundo plato; y los jueves, macarrones y dos huevos fritos por persona. Y de cena: bocadillo de pescado. También les damos fruta todos los días, mucho aceite… y leche. La leche es muy buena para el sida, ¿sabes? Nos lo dijo el médico». Además, café y dulces: «ahora la gente ya no come dulce en navidades, pero nos los traen aquí y les encantan».
«Todavía la recuerdan»
La figura de Paquita Gallego, cuyo retrato ocupa una de las paredes del comedor, es casi reverenciada por las voluntarias. «Mi madre hace 26 años que murió y todavía tienen adoración a su figura», explica su hija, Maia Ordóñez Gallego. «La tienen en un cuadro y siempre la recuerdan, pese a que ya han pasado muchas presidentas de la asociación Madre de la Alegría, que ella creó. La verdad es que marcó unas líneas de actuación muy concretas y así siguen todavía».
Maia, que ha seguido la estela humanitaria de su madre (es directora pedagógica de la Ciudadescuela de los Muchachos, un albergue para niños en desventaja social articulado como una ciudad que gobiernan los propios jóvenes, y todavía se pasa de vez en cuando a echar una mano por el comedor) recuerda los primeros años del proyecto. «Mi madre empezó a dar de comer gente en casa. Niños del barrio, con problemas… Siempre teníamos algún invitado. También empezó a pagarles los libros al inicio del curso». Poco a poco, el comedor fue creciendo. «Aquello cogió una dimensión tal, que dejó de poder atenderlo ella sola. Buscó a gente que le ayudara y alquilaron el local donde todavía siguen, en la calle de Santa Rosa».
La visita de la Madre Teresa
Mujer muy religiosa, Paquita Gallego participaba en numerosos encuentros cristianos. «En uno de ellos conoció a la Madre Teresa de Calcuta (beatificada por el Papa Juan Pablo II en 2003). La invitó a venir y vino», recuerda Maia. «Eso fue en 1980. Se hizo una foto con una sobrina mía que apareció en todos los periódicos».
«La propia Paquita fue a buscarla al aeropuerto y la trajo a Leganés», explica Loli. «La ofrecimos quedarse con la casa (para su orden, las Misioneras de la Caridad), pero nos contestó que los pobres de Leganés ya estaban suficientemente bien atendidos. Entonces les buscamos una casa en el barrio de El Candil (Vereda de los Estudiantes), pero resultó que los pobres de la zona también venían al comedor. Así que al final se instalaron en el Paseo de la Ermita del Santo, en Madrid, y también en el Pozo del Tío Raimundo».
Contra el fantasma de la droga
Con el tiempo la situación del país cambió, y con ella evolucionó el perfil de los usuarios del comedor. «Los colegios y comedores empezaron a no costar nada» recuerda Loli. «Los niños tenían su situación resuelta. Pero, en ese momento, lo que había en las calles eran chavales jóvenes, con la vida destrozada por la droga».
Fue así como los esfuerzos de Paquita Gallego y el resto de voluntarias pasaron en los ochenta a centrarse en ayudar a las víctimas de la marihuana, la cocaína y, sobre todo, la heroína. «Nos encontrábamos a los chavales por las calles y estaban totalmente idos», dice Loli. «Nadie les quería. Sus padres no sabían lo que era la droga, lo que era el sida. No comprendían lo que tenían encima. Era impresionante». Para ayudarles, no bastaba con un plato de comida. «Necesitaban que los quisiéramos, que les abriésemos el corazón. Empezamos a escucharlos, construimos unas duchas para que pudieran limpiarse… Me he llegado a quedar hasta las once de la noche para que pudieran hacerlo».
Más tarde el perfil de los visitantes volvió a cambiar. «Ahora sigue habiendo chicos drogados y alcohólicos… pero también muchos inmigrantes: polacos, sudamericanos… que caen en las drogas y el alcohol. También está empezando a venir gente no tan metida en las drogas, gente normal. Supongo que por la crisis».
Para ellas no hay mayor orgullo que alguna de las personas a las que atienden logre reconducir su vida. Cuando Loli explica el caso de un joven que consiguió salir de las drogas para convertirse en pintor le brillan los ojos. «Este verano nos pintó el comedor de arriba abajo. Ahora su hija está estudiando en la Universidad».
No obstante, el tono se enfría un poco cuando recuerda la Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo que recibieron en 2007 de manos del ministro Jesús Caldera. «Ni la tenemos aquí. ¿Para qué queremos eso? Estamos muy agradecidas, sí… pero no hacemos esto para conseguir medallas. Tenemos la de oro, la de plata, la medalla de no se qué, la placa de no sé cuántos… hace unos años le dieron el nombre de Paquita Gallego a un paseo muy bonito, donde la antigua vía militar». Pero lo que de verdad quiere Loli es un comedor más grande. «Algún día, si Dios quiere, lo tendremos».
Texto editado por Iván Gurrea
conozco el comedor de pasar por la puerta y ver a la gente en los alrededores esperando para entrar, pero nunca me había parado a pensar en la gente que los atiende. Sencillamente el reportaje me ha hecho llorar de admiración.