Rigor, Responsabilidad y Respeto
A media tarde del 18 de julio de 1938, Manuel Azaña Díaz, a la sazón Presidente de la II República, llegó a las escalinatas del Ayuntamiento de Barcelona. El Saló de Cent de las Casas Consistoriales acogió a una nutrida representación de los más altos cargos políticos y militares de la declinante República, entre ellos, Juan Negrín (Presidente del Gobierno), Diego Martínez Barrio (Presidente de las Cortes) y Vicente Rojo (Jefe del Estado Mayor de la Defensa), además de diplomáticos, diputados y el Gobierno de la Generalitat. Durante 74 minutos Manuel Azaña desgranó su discurso más memorable, que terminaba con estas palabras:
«… cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordarán, si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón.»
Hacía bueno su propio dicho de que «los españoles somos un pueblo que hacemos lo más lógico después de haber intentado todo lo demás». Por esta vez, el Presidente de la República lo fue de todos los españoles. Por esta vez, habló para todos. Por esta vez, tuvo en cuenta a todos. No sólo a los que estaban, sino a los que vendrían. Sólo por esto su nombre debe ser recordado –aunque el destino se cuidara mucho de no ponerle una «h» en el apellido- en esa rima ansiada que une Azaña con España.
Superaba así otras fases y otras frases, en las que sólo fue el Presidente de media España, como cuando al frente del Consejo de Ministros aventuró: «Ni todos los conventos de Madrid valen la vida de un republicano», tras la quema de iglesias y conventos del 11 de mayo. O cuando aseveró: «España ha dejado de ser católica», despreciando la fe de buena parte de sus compatriotas. Quien ostentando los más altos cargos de la República había contribuido a dividir a los españoles –incluidos los militares-, quien con malas artes había arrebatado la más alta dignidad institucional a don Niceto Alcalá Zamora el 7 de abril de 1936, quien había impulsado la formación de un Frente Popular contra el adversario político, concilió en este discurso sus mayores virtudes, escribir y hablar, para ofrecer a los españoles del futuro las claves de su Reconciliación.
Azaña dimitió el 27 de febrero de 1939 ante el reconocimiento por parte de Inglaterra y Francia del gobierno de Franco. Y el otrora inquilino de La Quinta de El Pardo –siempre amante de los bellos jardines- murió en su exilio de Montauban el 3 de noviembre de 1940. Antes de expirar recibió la extremaunción y la indulgencia plenaria, dones de una fe transmitida por los padres agustinos en El jardín de los frailes de El Escorial.
Pasaron 74 años –uno por cada minuto de discurso- y España está ahora inmersa en un conglomerado de crisis: económica, política, institucional, social, de identidad. Se podría citar a Ortega y Gasset cuando diagnosticó que «lo que le pasa a España es que no sabe lo que le pasa». Pero yo creo que cada vez somos más conscientes de nuestros problemas. Las tres pés de Azaña resonaron durante muchas décadas en las conciencias de los españoles –y siguen resonando, puesto que son «voz de la patria eterna»-. Reverberaron con más fuerza en la Transición, cuando se materializó el abrazo de las dos Españas, se legalizaron todas las opciones políticas y se aprobó una Ley de Amnistía para todos. El Paz, Piedad y Perdón de Manuel Azaña debería estar (y yo creo que está) más que interiorizado en el cuerpo y en el alma de España. Pero el reloj de los siglos no se para.
Rigor, Responsabilidad y Respeto. Es una propuesta para combatir la crisis multiorgánica que padecemos. Una receta que, aplicada por cada uno de los españoles, desde el primero hasta el último, estoy seguro de que garantizaría nuestro futuro, quizá un futuro brillante. Los políticos harían bien en liderar esta regeneración moral. Rigor (precisión) en el trabajo y rigor (severidad) en el castigo de las irregularidades y las inmoralidades. Rigor en los medios de comunicación y en el debate público.
Responsabilidad en el sentido básico de asumir las consecuencias de los propios actos. Responsabilidad en el cumplimiento de los compromisos y las obligaciones. Responsabilidad en la conducta pública y privada. Y responsabilidad política (cuyo listón está varios centímetros por encima de la jurídica) para dimitir no sólo por haber delinquido, sino por haber pasado demasiado cerca del delito. Perder el miedo a la dimisión, porque como nos recordaba Juan Manuel De Prada a propósito de la renuncia de Benedicto XVI, «cuando las instituciones son fuertes e inamovibles, están por encima de las personas que las representan, a las que sostienen», en cita de Gustave Thibon.
Y respeto. Respeto a los votantes y a los votados, a los ciudadanos en su conjunto y al adversario. Distinguir la necesaria crítica pública (en sus múltiples formas) de la táctica cansina del acoso y derribo. Discernir lo que es motivo de crítica, de lo que no. Criticar en base a argumentos ciertos y no a rumores o bombas de humo. Evitar el descarnado e irracional acoso a los políticos (que ya se está produciendo) en aras de un respeto que es la base de la convivencia cívica y civilizada. Expresado de otra forma, ser capaces de desmentir ese dicho tan insultante de que «lo esencial del carácter hispano es la exageración», en palabras de historiador foráneo.
La antorcha de Azaña ya ha pasado a otras manos. Sigue pasando de manos inevitablemente. En nuestras manos está el futuro de España.
¡Enhorabuena! Un artículo serio, riguroso, bello… Creo que has acertado con eso de las tres pes… ¡Te felicito!