El centro de Madrid, a vista de minibús
Un vehículo blanco y azul que parece un Micro Machine se acerca a la parada con un traqueteo simpático. El conductor no ha tenido que pisar mucho el pedal del freno, pues la velocidad que ha llevado durante todo el trayecto no ha pasado de los 20 kilómetros por hora. Incluso le ha adelantado algún ciclomotor.
La parada detrás de la cual se levanta el centro social la Tabacalera de Lavapiés, en plena glorieta de Embajadores, es la cabecera de la línea M-1: un servicio de minibuses que recorren las calles más estrechas del centro de Madrid, por las que nunca había pasado un autobús de la EMT. Solo hay dos líneas de este tipo en la capital: Embajadores-Sevilla (M-1) y Sevilla-Alberto Aguilera (M-2).
Hoy la plaza está llena de luz, como casi siempre, y como tantos fines de semana la vida borbotea en ella y las calles aledañas: grupos de jóvenes y de cincuentones que han salido a tomar el vermú.
De pronto las puertas del minibús se abren para descubrir el mercado de San Fernando, un lugar entre lo castizo y lo alternativo, que ha evolucionado con el barrio.
Los ancianos, muchos por esta zona (en el centro, el 6% de la población supera los 80 años de edad, según un estudio de 2010), son los pasajeros más fieles del bus de escala infantil. Saborean cada día este servicio, que funciona desde 2008 a 1,50 euros el billete, el precio habitual. Para subir la cuesta odiosa de la calle de Embajadores, para ir a comprar al supermercado de Antón Martín… «Y que luego digan que la Esperanza Aguirre no ha hecho nada bueno…», dice una señora que ha tenido la habilidad de atrapar un asiento libre, en referencia al ex alcalde Alberto Ruiz-Gallardón.
El microbús tiene capacidad para 25 personas, 7 de las cuales pueden ir sentadas y 18 de pie. Su interior no sobrepasa los dos por dos metros. «La gente sube con cochecitos de bebé, carros de la compra, maletas…», cuenta el conductor, de tal forma que entre semana es como una caja de alfileres. Jose, que lleva diez años conduciendo autobuses y ahora es un «correturnos» (sustituye a sus compañeros en los días libres). Asegura llenarlo hasta arriba. Los sábados viaja mucha menos gente; los domingos y festivos, debido a la instalación del Rastro, el pequeño automóvil no sale de las cocheras.
A ambos lados de la calle, los cierres pintados de colores guardan olores a curry, leche de coco y yuca. Cascorro es la siguiente parada de este viaje por el Madrid antiguo. Eloy Gonzalo, el soldado considerado un héroe en la guerra de Cuba, aguanta su fusil en medio de una plaza extrañamente solitaria.
Cuando el Tecnobus modelo Gulliver arranca evoca el sonido de la aspiradora del vecino de arriba del sábado por la mañana. Es un vehículo de motor eléctrico que no contamina ni hace ruido, por fuera, pues está dotado de un mecanismo silencioso.
Abuelos y nietos miran por las también pequeñas ventanas, tras las que ahora aparece la plaza de Antón Martín, con sus puestos de flores, desde donde el minibús toma la calle del Doctor Cortezo hasta llegar a los cines Ideal y el barrendero de Jacinto Benavente.
Aquí, donde todo es como de juguete, el timbre para solicitar la parada apenas se ve, escondido en una esquina. El M-1 alcanza la calle de Atocha, inmensa sin apenas tráfico, y llega a su destino, el metro Sevilla.
Después de la parada de obligado cumplimiento para fumarse un cigarro, el conductor reanuda la marcha. «¡Vamos que nos vamos!», grita antes de cerrar las puertas. De vuelta a Embajadores, la línea atraviesa la plaza de Canalejas y enlaza con la de Santa Ana. A su izquierda, el gran Teatro Español.
El pequeño autobús también se atreve con un tramo de la calle de Huertas, semipeatonal y abarrotada en estos momentos. Nadie imaginaría que pasa por aquí pasa un autobús.
Todo sigue igual de animado que a la ida, las terrazas están llenas de gente. Al cruzar de nuevo la plaza de Tirso, el luminoso anuncia ahora: «Plaza de Lavapiés». Mucha gente pagaría por un tour turístico como este, una incursión por las callejuelas más apetecibles de la zona.
Gente de todas las razas hacen saber al pasajero que ha llegado a Lavapiés. Los negros vociferan en una esquina; los latinos, beben cerveza y escuchan música sentados en un banco. Distintas músicas y olores se mezclan en la plaza. A la izquierda quedan la salida de metro donde todo el mundo se cita y el teatro Valle-Inclán.
Ya se ve. A lo lejos la glorieta de Embajadores espera. Las letras dibujan: «Final del trayecto».
Editado por Loreo Sánchez Seoane