Los 22.000 libros del alumno de Tierno Galván
Muchos niños padecen apendicitis, pero pocos pueden presumir de que se la haya curado el doctor Marañón. A sus 81 años, César Navarro ya no es un niño. Tenía cinco cuando estalló la Guerra Civil, pero su mirada ingenua dice que el tiempo no ha pasado. Le delata una sonrisa cuando cuenta que, a los 13 años, Santiago Ramón y Cajal le rompió la rótula a un guardia con una honda. «Tuvo una juventud airada», dice sobre el Premio Nobel de Medicina maestro de su padre.
Aunque no llegó a conocerle —«afortunadamente, porque si no le habrían fusilado por masón y revolucionario»—no es casualidad que la Fundación César Navarro se encuentre en la calle Ramón y Cajal. Pero su mayor tesoro está lejos del centro de Getafe, en el Sector III. Allí, 20.000 libros aguardan un lugar definitivo desde el que mostrar a los getafenses la historia del siglo XIX.
La colección nació gracias a otro médico ilustre, Gregorio Marañón, que aficionó a Martín Navarro a la lectura. Éste empezó comprando algunos libros de viajes, y pronto se especializó «en atender a todos los libreros de la Cuesta de Moyano».
«Marañón era un tipo extraordinario», recuerda César, «el tipo de personaje aristocrático y progresista que sustentó la República». Con el estallido de la Guerra Civil en 1936 le confiscaron su fortuna y se fue a Francia. Martín, que había estudiado los tres años de Patología Médica con él, le acompañó en el exilio con sus dos hijos. «Mi madre quedó en un lado y mi padre en otro», explica César. Pertenecían a familias de distinta extracción social. Mientras la de ella era una familia obrera y artesana, él fue fundador de la FUE (Fundación Universitaria Española), del partido de Azaña; y su padre había sido amigo de Pablo Iglesias.
Antes de partir, César vivió la toma de Getafe, cuando los nacionales entraron por la calle Toledo con un regimiento de tropas africanas. «Fue como una procesión». Poco después descubrió París, otro mundo. Sus primeras vivencias son «de refugiado político y apátrida». Quizás por eso nunca más se adaptaría a «las cosas españolas: el nacionalcatolicismo, el franquismo…». Más tarde se mudaron a Arillac, al sur del país, donde permanecieron hasta que terminó la contienda, esquivando la Guerra Mundial.
De regreso a casa, Martín sobrevivió gracias a las influencias de la familia de su mujer. «Bueno, y a que había salvado la vida a un adolescente fusilado durante una sublevación contra la República». Le extrajo las balas, y cuando los milicianos fueron a buscarle llamó al doctor Negrín para decirle: «¡Están violando la Convención de Ginebra, esto no puede ser!». «Getafe sufrió el terror rojo y luego la represión franquista», resume Navarro.
Un marino humanista
En esos años César estudió con su hermano en los Escolapios. Un día llamaron a su padre y le dijeron: «Mire don Martín, de sus dos hijos, el pequeño es monaguillo, una persona apacible… pero su hijo mayor va a ser un delincuente». Como respuesta, su padre lo cambió a un colegio mixto. «Allí me educó muy bien un profesor que salía de un campo de concentración, un joven afiliado a un batallón anarquista». Se llamaba don Enrique, y le enseñó griego clásico, latín, antología… Se apellidaba Tierno Galván.
El futuro alcalde de Madrid era entonces una persona anónima y perseguida. «Quería que estudiase Derecho y Filosofía como él», dice César, pero su madre prefería Medicina… «y yo quería ser marino». El resultado no contentó a nadie. Tierno Galván le retiró la palabra y su madre «cogía unas perras espantosas». Tras navegar un tiempo por el Caribe, César decidió desembarcar en tierra y empezar Medicina para contentarla. La reconciliación con su maestro se evidenciaría más adelante cuando, convertido en el primer presidente del Ateneo en democracia, César le devolvió su carné de socio.
La carrera le sirvió para regresar a París con una beca para la Sorbona, donde conoció a otro personaje ilustre, Sartre, un hombre «físicamente extraño, con unos tics… Probablemente se debieran a que había sido boxeador», dice mientras imita los golpeos del ring.
La inadaptación de Navarro a la vida española le convirtió en un europeísta «cuando no había europeístas». Le detuvieron varias veces, y otras las burló con un truco «muy novelesco». En el antiguo hospital San Carlos, sustituido por el Museo Reina Sofía, las enfermeras le ponían vendajes para que la policía no le descubriese entre los enfermos.
En los 70, una orden de busca y captura le obligó a huir de nuevo, esta vez a EE.UU. Se instaló en Manhattan y comenzó a dar clase en la Universidad de Nueva York. También trabajaba en el Bellevue Hospital, donde hacían 8.000 autopsias al año. «Era como el matadero de Mérida pero de personas», bromea. La técnica de la cromatografía que aprendió allí no le sirvió de regreso a Getafe, donde «hacíamos la autopsia como en el siglo XIX».
Nueva York fue un exilio plácido para César, que conserva el permiso de residencia. Pero la muerte de Franco le hizo regresar a España. «No me quise perder los acontecimientos de aquí. Además, ahora tengo una calle y una estatua», bromea. El respeto que los getafenses muestran hacia él y hacia su padre se debe a su humanismo. Gracias a él existe otro Getafe en el mundo. Está en la isla de Bojol (Filipinas), el país de origen de su abuela materna y su esposa. Gracias a ellas domina el tagalo y presume de ser «el que más sabe de José Rizal, un «regeneracionista de la otra orilla» sobre el que está escribiendo un libro.
«Yo me acojo a la cita de Thomas Paine “Mi patria es el mundo, y mi religión hacer el bien”», dice un hombre que ha ofrecido seminarios sobre el republicanismo español, la Transición, e incluso llevó a Getafe parte del archivo de Salamanca. La donación de la biblioteca —tasada en 60 millones de pesetas—a su «pueblo» es un ejemplo más de humanismo.
Navarro tiene su propio concepto de «cultura», extraído de la Mayéutica socrática y la Dialéctica de Hegel. La considera «el punto de equilibrio entre la ética y la estética», algo que «no puede ser propiedad de una sola persona». Sin embargo, no considera que Internet sea la biblioteca del siglo XXI. «Ahora la gente cree tener cultura porque encuentra el dato al momento. Pero el dato es como un ladrillo de piedra tosca, no tiene nada que ver con la catedral». Comprueba de su teoría con su nieto quien, a pesar de tener una beca en el MIT, le refleja el vacío existencial de la juventud americana. «Les falta esa elaboración cultural que nos viene de la Edad Media», sentencia.
Aunque ha estudiado tres especialidades de Medicina (Psiquiatría, Medicina Legal y Forense y Medicina del Trabajo), Navarro tampoco encuentra la cultura en las universidades, centradas en «preparar al hombre para una profesión liberal». Él se ha acercado siempre a ella a través de sus libros, entre los que destaca las obras de Eliseo Reclus («el primero que describió el mundo» y los ocho tomos de la Historia del siglo XIX de Pi i Margall. «Los he leído casi todos», confiesa. Pero, «como decía Cajal: “no hay ninguna verdad al cien por cien, como tampoco ningún alcohol”».