El cronista de las miradas perdidas
Escribir sobre miradas que desaparecen. Ese es el trabajo de un corresponsal de guerra. Cuenta Plàcid Garcia-Planas que no quería ser periodista. Reconoce que estudió la carrera porque era fácil. En esos años en la Universidad de Navarra seguro que no imaginaba que iba a hacer un reportaje sobre los travestis en Afganistán. Cuenta la historia de Zabi, cómo abordó su experiencia y cómo al terminar le preguntó: «¿Quieres que añada algo al reportaje?». Zabi contestó: «Sí. Que alguien me saque de este país».
Vestido como un pastún junto a Guillermo Cervera, al que considera «el mejor» fotoreportero de España, notó cuando llegó en medio de una patrulla del ejército afgano la desconfianza de un militar canadiense sobre él: «Me miró como nosotros miraríamos a un talibán». Garcia-Planas encuentra en las miradas la mejor representación de la realidad. Narra sus historias en la guerra con una frivolidad que llega a sobrecoger. Cuenta que en alguna ocasión le han preguntado por qué cuenta esas historias, que rayan en el surrealismo. Pero no le ofende que le llamen frívolo, considera incluso que es de lo que mejor le pueden llamar a uno, y tampoco surrealista: «Es la realidad la que es surrealista, no yo». Para él la guerra es como una cebolla, con capas, pero infinitas, y es crítico con cómo se cuenta: «A la hora de transmitirla nos quedamos en la primera capa».
En sus crónicas de guerra para el diario La Vanguardia trata de mostrar la desnudez de las historias. Desmonta la guerra. Ofrece lo que él llama «la tranquilidad de la vida cotidiana en plena guerra». Explica cómo para ello apuesta por textos «muy plásticos» que casen bien con fotos narrativas. Reivindica de este modo el papel del fotógrafo, para lograr que ambas historias «se fundan». Hablar de la guerra representa para este periodista catalán un problema estético más que ético: «¿Cómo convertir en espectáculo el dolor del otro?». Ese pensamiento atormenta su mente. Como cuando recupera la historia de Zabi. Al poco de su encuentro, una familia la invitó a una boda para que actuase. Al terminar la celebración, los asistentes, carniceros de Kabul, le descuartizaron. «Ahora, cada vez que observo su foto, que me encuentro ante su mirada, me pregunto por qué no le saqué de ese país». Pero la ética no está al margen en tiempos de guerra. Sirva un ejemplo. Plàcid tuvo la posibilidad de infiltrarse en un comando talibán cuando fueron a cometer un atentado. Quería contemplar en sus miradas en el momento de matar. Entender qué sentían. La segunda parte del reportaje serían las miradas de los familiares de los militares asesinados. Se cerraba el círculo. Iba a hacerlo junto a Guillermo Cervera. Pararon a tiempo. Se cuestionaron hasta qué punto el dolor de estos últimos debía ser útil para embellecer aquella crónica.
Ésos son los horrores de Afganistán. Los horrores de esa «puta mierda» que para Garcia-Planas es la guerra. Los horrores del burka, que define como una escafandra, la mayor iconografía de la infelicidad oriental. Son los recuerdos de un hombre que no se siente a gusto en la guerra, que pensó en dejarlo tras el conflicto de los Balcanes, pero que vio un espacio en la narrativa de guerra: «Para describir la guerra hace falta poesía, no un poema, pero sí poner en pocas palabras mucha intensidad».
Los acontecimientos que ha vivido en primera persona le llevan a reconocer sin tapujos que para él los valores occidentales son los menos malos, lo que no es óbice para afirmar «que no hacemos nada en Afganistán». Desde el jeep sin blindaje de unos militares afganos pudo entender la linealidad de la mayoría de las crónicas de guerra. Cuando les solicitaron empotrarse con ellos echaron en falta la habitual burocracia de las tropas estadounidenses, en las que hay que rellenar un montón de seguros. Los afganos no tenían formularios. Nadie les había pedido nunca montar con ellos. La óptica de quien ha buceado en todas las caras del conflicto le permite algún comentario que, sin ser una justificación, reflejan a alguien que intenta entender las motivaciones de todos esos polos: «Todos seríamos talibanes si hubiéramos nacido en el Valle de Arghandab».
Reflexiona sobre la precariedad de los freelances, y pone en valor que muchos de ellos son los que están sacando adelante la información en zonas de conflicto: «En el último mes recibí siete u ocho peticiones de recién licenciados que al no tener trabajo quieren irse a los conflictos para trabajar de colaboradores. Están levantando la información a precio de saldo».
En estos tiempos convulsos para la profesión, Plàcid Garcia-Planas se define como un periodista de la vieja escuela. Nostálgico del papel, de la fuerza que las imágenes logran en ese soporte. Es capaz de recordar la reacción de su madre cuando escribió en el año 88 su primera noticia en La Vanguardia: «Me ha gustado mucho tu artículo, no he entendido nada pero me ha encantado». Aun no habían llegado los viajes a los Balcanes, ni a Afganistán, ni a Líbano que marcarían su carrera. Un viaje que no sabe si llegará a realizar alguna vez es el desembarco en las redes sociales. Lo dice convencido. Como si pensase que aquello pudiese quitarle tiempo para seguir radiografiando miradas. En una ocasión sonó su móvil: «Plàcid, ¿estás en Facebook?». Contestó sin pensar: «No, estoy en Kandahar». Encontrando miradas. Narrando la guerra. La mierda de guerra.